martes, 26 de mayo de 2009

El metro más caliente de San Salvador



Estoy en el cine y alguien tiene sexo a mis espaldas. Un par de hombres se enfilan, uno tras de otro, hacia el baño. Tres minutos más tarde, uno de ellos aparece tras las cortinas que separan el baño de la sala y se seca las manos en ella. Estoy intentando corroborar las historias que cuentan algunos amigos sobre lo que ocurre en estos cines cuando pasan funciones triple X. Pasan los minutos y me pongo paranoico: siento -y temo- que aumenta el peligro de que un hombre busque sexo conmigo. De repente, mi mirada encuentra a un viejo que se sienta a solo dos butacas de donde estoy yo. Lo veo. Me ve...

Por Diego Murcia

En el lobby del viejo cine Metro, en el centro de San Salvador, pegado en una de las paredes está el cartel que anuncia la función de este jueves. Es un doblazo de hora y media de duración, que se repite por cerca de ocho horas consecutivas: “Anales de la perdición” y “Pochotitas calientes”. El aviso está escrito a mano sobre cartulina verde con marcador negro.

La taquilla está al final de una treintena de gradas. Subo y, mientras lo hago, van apareciendo otros carteles de las películas de moda, entre las que destaca “Batman, el Caballero de la Noche”. Parece un cine cualquiera, con venta de golosinas y empleados uniformados que limpian las salas y atienden a los clientes.

Claro, esto es solo en apariencia. Afuera hace calor, a lo mejor unos 37 grados, las camisas se pegan al cuerpo por el sudor y, además, están los ruidos de los carros, buses y microbuses que se van apoderando de las calles a medida se acerca el mediodía. Y qué decir de los puestos callejeros y cada uno de sus vendedores que gritan ofreciendo sus productos. En estas circunstancias, entrar al cine es como entrar a un oasis.

Cuando termino de subir las gradas, aparece ante mí la figura de un hombre tras el mostrador de las golosinas. Tiene el pelo cano, la piel trigueña y muchas arrugas sobre el cuerpo. Le calculo unos 70 años. Al verme, se desplaza hacia la caja de cobros. De pronto, del costado derecho de la taquilla, aparece, bajando unas gradas, otro empleado del lugar. Este es al menos 20 años menor que el viejo del mostrador. Viene con una pala y una escoba en las manos. Comentan sobre el lugar donde pedirán que les preparen el almuerzo. El viejo sigue hablando con él, sin mirarme y sin preguntar nada sobre la película que he llegado a ver, solo extiende la mano para pedirme el dólar con 85 centavos que cuesta la función. Mientras pago, un hombre moreno, de unos 40 años, vestido con camiseta de tirantes y jeans gastados, se acerca a la taquilla y pregunta al cajero:

-¿Cómo está la película?

El cajero vuelve la mirada hacia una cortina a la izquierda, en dirección a donde espero mi cambio y el boleto de admisión. La cortina es como una cobija muy grande doblada por la mitad.

-Bonita. Esta película sí está buena -contesta el cajero tras unos segundos de pausa. Asumo que ahí, tras esa cobija, está ubicada la sala del doblazo que anuncian en el lobby.

En la década de los noventa, el doblazo era la modalidad más común en la cartelera de cines de los periódicos. Solían anunciarse junto a películas como Platoon, Rambo o El Día de los Verduleros I. Luego, con la llegada de las compañías internacionales, este programa desapareció para dar paso al sonido envolvente, a las butacas reclinables, a la sustitución de la picardía mexicana por la nueva ola de éxitos taquilleros de Hollywood, llenos de efectos especiales, y a una que otra producción independiente.

El viejo me da el tiquete donde se lee: “Viernes 19, 12:05 p.m., Adultos Clasificación ٰCٰ, Anales de la perdición”. Con boleto en mano, estoy listo parar entrar. Usualmente no soy quisquilloso, pero esa cobija me da asco. No quiero tocarla. Las historias de personas que vienen a tener sexo en estos cines -de los que hablamos la noche anterior con mis amigos- ayudan a que mi imaginación le ponga colores y texturas a las manos que tocan la tela para apartarla al entrar o salir de la sala. Mi mente vuela y no alcanza a enumerar las manos llenas de sexo que han tocado esta cortina tan curtida. Al final, hago una contorsión para entrar de soslayo por un hueco entre la cortina y el marco de la puerta.

Se hace la oscuridad. Por un momento me desoriento. Entre la confusión, logro distinguir la pantalla del cine que muestra a dos mujeres que se besan y se acarician mientras dos hombres desnudos las observan sentados en un sillón de cuero café. Mis pupilas aún no logran acostumbrarse a la falta de luz de la sala.

Me siento entusiasmado. Siempre he tenido ganas de ver cómo son estos cines por dentro. Tanta historia, tantas anécdotas encerradas en este edificio. En este cine Metro que desafía al tiempo con sus doblazos. No siempre el doblazo fue el que mandó en estas taquillas. En un principio, algunos de estos cines del centro proyectaban filmes para la familia durante el día y para mayores de 21 años en las noches. Con los años y con la aparición de nuevas y mejores salas de proyección en centros comerciales y con la proliferación del Betamax -primero- y luego del VHS y del DVD, estos cines se limitaron a ofrecer filmes con la clasificación triple X.

Busco sentarme en un lugar cerca de la entrada por si, acudiendo a mi pensamiento paranoico, hay necesidad de huir. Es que recién la semana pasada estuve hablando con unos amigos sobre los cines salvadoreños y cómo estos se han convertido en nido de delincuentes y en lugar de encuentro para homosexuales que buscan parejas furtivas o favores sexuales.

Con eso en mente, estoy alerta y un tanto incómodo junto a la butaca que he escogido. Pero no quiero desentonar y trato de relajarme, moviendo mi cuerpo de forma muy lenta. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad noto que la gente -todos hombres- se recuesta contra las sillas, dejando que sus cabezas reposen sobre la parte superior del respaldo de la butaca. El asiento está cubierto de cuero. No sé por qué me da la impresión de que también están hechos de cuero café, solo que más gastado que el que aparece en la pantalla. La madera donde reposan mis brazos tiene la textura típica de los muebles viejos que han perdido el pulimento por el paso del tiempo y por la erosión que provoca el contacto con la piel humana.

Desde que entré hasta que me siento pasaron tres minutos. Me demoré tanto porque estuve pensando en mi estrategia de reporteo: si buscar hablar con la gente, si quedarme callado y solo observar... No contaba con que los nervios tenían su propia opinión: a ver, ¿qué haré si una de estas personas me aborda en busca de sexo? ¿Le sigo el juego por propósitos reporteriles o me voy y termino mi visita al cine? No lo sé, creo que la mejor estrategia a es no seguir ninguna estrategia. Me arrellano en la butaca de manera similar a la de mis pares y prestaré atención a la película.

La historia de la pantalla es la típica y trillada: Brenda le quita el sostén a Tiffany y Matt se masturba. Jason filma con una cámara portátil cómo las dos mujeres se comen a besos. Matt introduce uno de sus pies en la vagina de Brenda y Tiffany se acerca a Jason y lo invita a unirse a la fiesta haciéndole sexo oral. Tras 15 minutos de lo mismo, no es difícil encontrar otras formas en qué ocupar la mente. Entonces comienzo a elucubrar sobre los nombres que popularmente se da a algunas posiciones: Patita de Ángel, Avioneta Venenera, Tenguereche en Bicicleta y la famosa Hércules en Yinas Balco.

Me pregunto quiénes seran las personas que vienen a estos lugares. El credo popular apunta que son depravados sexuales, homosexuales, prostitutas, ladrones, viciosos... pero yo, hasta ahora, no he visto nada que se le parezca. Lo que sí me sorprende es la cantidad de gente que a esta hora del día, las 12:30, están reunidas en una sala de cine. Son -o somos- casi 40. Supongo que, como en mi caso, habrá algunos curiosos. El resto, no lo sé, pero por cómo se mueven de un lado a otro, deduzco que varios de estos hombres están muy familiarizados con el lugar.

Sin darme cuenta, perdí el interés por la proyección y me relajé un poco. Después de varios minutos, todo lo que pasa en el filme se vuelve monótono, aburrido. ¿Qué piensan las personas que están en esta misma sala? ¿Vienen por excitarse y buscar sexo o simplemente están pasando el rato mientras vuelven al trabajo? Y pensar que hasta hace una hora yo estaba en el centro de San Salvador comprando libros usados. Fui a esos lugares que quedan a dos cuadras de la Catedral. Cuando regresaba al estacionamiento donde había dejado mi carro, a un lado de la calle y adornado por varios puestos de películas piratas, descubrí el rótulo del cine Metro. El Metro es uno de los tantos cines de infancia donde alguna vez vine con mi padre a ver una función infantil. En aquel entonces, en 1994, los cines Fausto, Modelo, Barrios, Maya, Avenida, París, Darío, Izalco, Tecana, México, Metro y Universal vivían sus mejores años de exhibición. De estos sobreviven los últimos dos, el resto fueron cerrados o han sido rentados a iglesias evangélicas y ya no exhiben más películas. La curiosidad me ganó y entré a corroborar la leyenda del sexo entre butacas. El almuerzo puede esperar, pensé.

En esa cavilación estoy cuando mis sentidos me vuelven a la sala. Me sobresalto cuando siento que la fila de sillas vibra. Es una vibración leve, tanto que pienso que me lo estoy imaginando. Pero no, las sillas se siguen moviendo, con un temblor que proviene del extremo contrario a donde me he sentado. Vuelvo la vista con disimulo, pero no alcanzo a distinguir más que siluetas. Creo que alguien se está masturbando gracias al cobijo de las penumbras.

Intento volver a concentrarme en la película, pero las historias de fastidio sexual en este tipo de cines me gana. En lugar de eso, como previniendo cualquier acoso, hago un rápido reconocimiento por el lugar. Entonces caigo en la cuenta de que ahí en la sala en realidad hay una muy activa y exagerada circulación de personas y rápido hago un inventario mental de sus movimientos. Noto que algunos se levantan de sus asientos de forma constante, pero aparentemente casual. Otros encienden cigarrillos en medio de la oscuridad y se paran en una esquina. Otros, simplemente, se cansan de sus asientos y se mueven de lugar. Unos más aprovechaban para ir al baño. La rotación humana sigue por los siguientes 20 minutos.

A la sala siguen entrando más personas. Llegan dos hombres vestidos como jornaleros, uno detrás del otro. Minutos más tarde, sale un hombre con aspecto de vendedor de seguros que debe atender una llamada a su teléfono móvil. Después entra una pareja -finalmente una mujer- y se colocan contra la pared, desorientados por la falta de luz. Él -se me ocurre pensar- viste como pandillero: con gorra, camiseta deportiva desmangada, como de jugador de básquetbol, pantaloncillos cortos y zapatos deportivos. Ella viste un top que solo le cubre los senos, una falda corta que apenas cubre sus nalgas y calza zapatos de tacón. “Es una prostituta”, pienso. Tras unos segundos de espera, él le dice algo al oído y se sientan en las butacas que están a mis espaldas.

La primera función acaba de terminar, pero la pantalla no mostró los típicos créditos de la producción. Hace calor. Con el agravante de que, al parecer, tampoco hay extractor de aire que ayude a disipar los tufos, como en las grandes salas. Aprovecho para revisar mi celular y mandar algunos mensajes. Es la 1 de la tarde en punto. Mi estómago empieza a pedir comida. Hay humo en el ambiente y apesta a sudor. Además, el ruido de la calle y de la otra sala que tiene el cine llega hasta acá. Entre tanto, una nueva historia erótica -o pornográfica, mejor dicho- asoma en la pantalla. La filmación proviene de un proyector, que reproduce una película en formato DVD y no en 35 milímetros, como se habitúa en el cine. Dos mujeres dicen sus nombres, mientras muestran sus traseros. Hablan en inglés y confiesan -oh, sorpresa- que les gusta el sexo. Parecen ángeles, las dos rubias y blancas, una de ojos azules y con pecas en la cara y la otra de ojos verdes y dientes muy blancos.

En este momento reparo en que varias personas han empezado a rondar la sala. Todas calladas y fumando. Parecen desesperadas y van como luciérnagas en la oscuridad. Otros hombres se están levantando de sus asientos para ir al baño. Primero, baja uno, luego otro. Pasados tres minutos, el primero, un joven moreno de unos 25 años y con camisa a cuadros, aparece tras la cortina que separa a la sala de los baños. Trae las manos mojadas. Lo sé porque aprovecha esa otra cobija para secárselas. Apenas unos segundos después aparece el otro hombre, un señor corpulento y con andar cansino, que trae la camisa a medio poner y con el pantalón como mal abotonado. Mi mente suspicaz dice que acaban de tener sexo, porque hasta hace poco parecían no conocerse y ahora se han sentado en la misma fila de asientos, aunque con algunas sillas de por medio. “Para disimular”, pienso, satisfecho de mi capacidad deductiva.

Puedo darme cuenta de todo lo que pasa porque la entrada que lleva a los baños queda al final de las butacas, cerca de la pantalla. Desde donde estoy sentado constato que en los sanitarios hay unos barriles de metal, de donde se toma agua para echar en los inodoros y que un foco alumbra débilmente la zona. Todo este ir y venir solo hace que a mi cabeza vuelvan las historias de Roberto, un amigo aficionado a estos cines que me contó cómo algunos hombres vienen a cazar favores sexuales a estos sitios.

Intento concentrarme en la película cuando reparo en unos ruidos solapados y gemidos contenidos. Y no provienen de la película. Alguien está teniendo sexo en plena sala, a mis espaldas. Me muero por volver la mirada y confirmar que se trata de la pareja que entró hace rato. Pero supongo que tanto descaro no puede ser cierto. ¿O sí? Quizá a eso se deba el alboroto y a que tanta gente esté de pie.

Por fin me decido a mirar pero mis ojos chocan con la figura de un hombre de unos 70 años que se sienta a dos asientos del mío, en la misma fila. Me ve. Luego vuelve a clavar sus ojos en la pantalla, donde dos jovencitas de florecientes 21 años tienen sexo como si las hubiera poseído el demonio: gimen, gritan, maldicen y hasta escupen mientras un hombre les hace el amor. Adelante, las butacas rechinan, respondiendo a ciertos movimientos acompasados. Al fondo, a la izquierda, alguien tose. El calor se ha convertido ya en un vaporón.

A simple vista, no está pasando nada fuera de lo normal. Pero el ambiente se ha puesto turbio. Me empiezo a sentir incómodo. El ir y venir de hombres en la sala ha cesado por el momento, pero se siguen oyendo los gemidos de la pareja. También se oye el rechinar de otros asientos a mi derecha. Ya me dio angustia, no soporto más y decido que debo retirarme.

Me levanto y camino despacio en dirección hacia donde está el viejo que se ha sentado en mi fila. Con voz suave le pido permiso para salir. Él se limita a encoger las piernas. Sus ojos están firmes en la pantalla, donde las “actrices” y el “actor” están enmarañados en un “ménage à trois”. Paso casi encima de él, no sin dejar de temer que, en el calor de la situación, me toque las nalgas antes de darme paso.

Salgo de prisa y paranoide. Afuera, una pareja habla con el cajero sobre un culto que tendrán en su congregación esta noche. Todavía acostumbrándome a la luz de la calle, bajo las 30 gradas y veo mi reloj. Es la 1:15 de la tarde. Me detengo unos segundos para voltear la cabeza y ver por última vez el cine del que acabo de salir. De pronto, un tipo de poco pelo, dientes cariados y con camisa amarilla me sale al paso. En una de sus manos sujeta una bolsa en cuyo interior hay un metal. Pienso lo peor. Me mira. Lo miro. No sé cómo reaccionar y me quedo parado esperando a ver qué pasa. Entonces me sorprende con lo que me dice:

-Estuvo fea la película, ¿verdad?

-Sí - le respondo.

Me toca el hombro y se va por su lado. Yo lo veo alejarse y, aunque aliviado, apresuro el paso... solo por si las dudas.

lunes, 25 de mayo de 2009

Las piernas del cartero

Por Daura Andreu

Para Cille.
Para que siempre hayan historias y desayunos.


La maté porque era mía. No quería que ningún hombre la viera. La maté yo, no culpen a nadie más. Discutimos un día de estos y más tarde, por la noche, soñé que me engañaba con el cartero. Al principio, no le di importancia a estas visiones, pero, luego, pasados los días, la vi parada junto a la puerta, recogiendose el pelo con una cola y mirándole las piernas al tipejo ese. No soporté su coquetería. A mí nunca daba esas miradas.


Y yo sentía que la rutina nos iba alejando cada vez más. Hablabamos poco, nos mirabamos a los ojos de vez en cuando y ya no salíamos a dar nuestros paseos vespertinos por la ciudad. Es más, en ocasiones ella se metía en su habitación y no salía de ahí en semanas ni para comer o, si lo hacía, procuraba no encontrarse conmigo en los pasillos. Hace años que nor dormimos en la misma cama. Luego, dejamos de compartir la pasta de dientes, después nos sentabamos a la mesa a comer viendo la televisión, luego, ella se llevó el aparato para su cuarto y me dejó a mí observando su silla vacía y los platos sucios en el lavabo.


Pensé que en algún momento saldríamos de ese hoyo y todo volvería a ser como cuando nos enamoramos. Pensé. Y de tanto pensar, volvían a mi las imágenes del cartero que se paraba en el umbral de la puerta para hablar con ella y entregarle nuestra correspondencia, como si nadie más viviera en esta casa. No sé que tanto le veía en las piernas. Ella sonreía y las mejillas se le ponían rojas. Sé que era un sueño. Sé que solo habían cruzado palabras una vez en la vida. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si ella se había encerrado en su cuarto, con él, aprovechando nuestras distancias? A veces la oía masturbandose por las noches como si tuviera 15 años de nuevo. Pero, ¿quién me da certeza de que no estaba pensando en él en lugar de pensar en mí? O, peor aún, ¿quién me asegura que no eran ellos dos los que estaban revolcandose como cerdos en aquellas sábanas blancas que compró mi madre cuando yo tenía cinco años? Nunca pude averiguarlo, porque cada vez que me acercaba a su cuarto a espiarla, ella se callaba.


¿Qué le veía en las piernas? No entiendo.


Así fueron pasando los días hasta que decidí confrontarla. Hice guardia por dos semanas frente a su puerta. Por fin, el lunes salío de su habitación con un vestido rojo transparente y una toalla amarrada en la cabeza. Aún recorrían sobre su cuerpo algunas gotas de agua de la ducha que se acababa de dar. Se tropezó conmigo, que estaba en el suelo, descansando contra la pared. Me paré y la tomé del brazo. Le grité, le dije que lo había descubierto todo y que sacara al inmundo cartero de su habitación en ese preciso momento. Ella empezó golpearme para que la soltara y me gritaba cosas que no recuerdo. Yo la tiré hacia dentro de la habitación y empecé a revisar los rincones donde se oculta a los amantes. Sabía dónde buscar porque conocía de infedilidades.


Pero no encontré a nadie. Ni siquiera una camisa, un pantalón, una carta... nada.


Ella me gritó, me golpeó la cara con su mano abierta y me escupió en el pecho. Me dijo que estaba harta de mí. Que la dejara en paz. Yo la veía con rabia contenida, con las lágrimas en las mejillas y los dientes quebrándoseme por la impotencia de darle una respuesta. Estaba tan hermosa, los sensenta y cinco años que llevaba encima no parecían ser suyos. Estaba rejuvenecida.


El vestido rojo que llevaba puesto se le había caído un poco de los hombros, dejando ver su piel recién mojada. Sentí mariposas en el estómago y unas ganas urgentes de vomitar ante la idea de que otras manos y otras piernas la poseyeran. Me di la vuelta y salí de su habitación para encerrarme en la mía. Ella quedó ahí, tirada en el piso, desprotegida, con la boca llena de saliva, llorando a mares y balbuceando mi nombre hasta que no pudo pronunciarlo más. Yo me tiré en la cama, de cara al techo y me quedé ahí, escuchando el eco del portazo, saboreando la sangre de su bofetada y pensando en su cuerpo mojado.


Pasaron las horas. La casa quedó a oscuras y llena de silencio. Salí de mi cuarto y pasé por el suyo. Entreabrí su puerta en silencio y la vi llena de sombras. Estaba recostada sobre la cama, abrazando una almohada. Parecía un feto. Se veía tan hermosa. Ella era mía y de nadie más. Fue entonces cuando tomé la decisión.


Fui a la cocina y busqué un cuerda, un machete, un tenedor, un mazo, un cuchillo, veneno para ratas... todo aquello con lo que pudiera quitarle la vida, para que nadie más se la llevara de la mía. Y lo puse todo sobre la mesa y me decidí por el cuchillo. Era pequeño, con dientes de sierra. Manejable. Infalible. Lo tomé con mi mano derecha, lo escondí tras mi espalda y me dirigí hacia su habitación.


Seguía dormida. Me acerqué hasta ella, le di un beso en el hombro desnudo. Ella hizo un pequeño ruido, pero no se despertó. Le dije “te amo” y tomé la otra almohada que estaba junto a ella y se la puse en la cara y le clavé el cuchillo en la espalda, a la altura de los pulmones. Una mancha roja apareció entre el vestido y su piel, acompañada de un grito sofocado. Luego, delicé el cuchillo en diagonal varias veces mientras ella intentaba librarse de mi. Las sábanas blancas se pintaron de rojo. Ella quiso empujarme a un lado, pero, al girarse, lo único que logró fue clavarse aún más el cuchillo. Yo me repuse y me avalancé sobre ella y apreté de nuevo la alhomada contra su cara. Podía escuchar perfecto como gritaba mi nombre y me maldecía. Pero el grito nunca saldría de ahí.


De pronto, entre temblores y arcadas, dejó de moverse.


La batalla me dejó sin fuerzas y me quedé junto a ella. Tenía mis ropas llenas de sangre. Por un momento pensé que era mía, pero no sentía nada extraño en el cuerpo. Cuando me recuperé y pude tomar un segundo aire, hablo de segundos, quité la almohada de su cara, saqué el cuchillo de su espalda y acerqué mi oreja a su pecho. Su corazón aún latía. Yo sabía que esos latidos estaban dedicados a mí, pero no quise dejar duda ni espacio para que alguien más se colara en ellos.


Dedicí terminar el exorcismo de su alma con dos nuevas incisiones, una en su corazón y otra en el cuello, donde le rebané la yugular de extremo a extremo hasta que sus huesos blanquivioletas salieron de su cause. Fue un corte limpio y rápido.


La luna estaba brillante e iluminaba la habitación a travesando las viejas cortinas de algodón de la ventana que daba al jardín. Pude ver mis manos, los dedos y las uñas llenas de sangre. También tenía sangre en el pelo, la camisa, mis rodillas y la boca.


Sentí tanta paz, viendola ahí, boca arriba, sobre la cama, como si nada del mundo pudiera enturbiar su pureza. La misma pureza con la que se entregó a mí cuando nuestros padres murieron y tuvimos que conducir la vida de nuestro hermano menor, que luego saldría huyendo hacia Alemania diciendo disparates de que aquí era un perseguido político.


El reloj de la sala princial repicó diez veces. Yo salí de la habitación y me dirigí hacia la ducha. Llené la tina con agua tibia y la salpiqué con escencias florales. Me quité la ropa y me sumergí hasta la cabeza para quitarme la sangre del cuerpo y resposé en aquel charco rojo hasta que la adrenalina volvió a cero. Luego, me metí en la cama y dormí en paz hasta la mañana siguiente.


Lo primero que hice, después de ponerme aquel vestido floreado que mi hermana nunca me quiso prestar, fue desayunar. Saqué de la alcena una caja de avena y la puse en un plato hondo, la rocié de leche y me senté a la mesa a comer.


Los pájaros cantaban, el sol brillaba, yo estaba radiante y la casa se veía alegre. Luego reparé en todas las cosas que había dejado sobre la mesa. Recordé a mi hermana y empecé a reir y luego a llorar y después ambas cosas. Todo lo que tenía ahora no valía la pena sin ella. Me deprimí. Sé que lo que hice fue por su bien, pero no había reparado en cómo esto me afectaria a mi. Hoy es demasiado tarde.


Por eso he decidido escribir esta nota y declararme culpable de lo que las autoridades, mi familia, los vecinos... ustedes ya han descubierto.


Justo ahora, estoy en los últimos segundos de mi vida. He terminado mi desayuno y he agregado a él un puñado de veneno para ratas. Mi estómago ha empezado a revolverse apenas dándome tiempo para terminar estas líneas que dejo depositadas al pie de la cama, junto a nuestros cadáveres.


No crean que lo que ven tiene algún significado oculto. Solo somos dos personas abrazadas la una a la otra, dándonos una última muestra de cariño, como corresponde a dos ancianas que se aman. Insisto, cómo dice la canción: la maté porque la amaba, la maté porque era mía.



Creative Commons License
Las piernas del cartero by Diego Murcia is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.

La caricatura del cuarto poder *



En todas las culturas antiguas existen ciertas expresiones artísticas en las que se puede identificar una intención humorística. Dicha intención ha evolucionado hasta convertirse en el reflejo del sentir popular.

Por Ricardo Clement “Alecus” y Diego Murcia

A ciencia cierta, no podemos saber con exactitud dónde se hizo la primera caricatura, pero por los indicios que se han encontrado, podemos apreciar que en diferentes lugares de la historia se han dado destellos de humor gráfico que con el correr de los años llegaría a tomar un vuelo especial en el devenir de las artes y de la historia del periodismo.

Podemos verlo en la Grecia del siglo V antes de Cristo. Esopo, escritor de las famosas fábulas llenas de ingenio, humor e ironía, es dibujado, de manera caricaturesca, sentado y hablando con una zorra en un plato de cerámica.

Las piezas de teatro de Aristófanes están llenas de escenas cómicas y, al igual que Aristóteles, mencionan a un pintor llamado Poson, a quien califican como “pintor malévolo” e "infame".

También los egipcios hicieron uso del humor en algunas de sus representaciones gráficas, donde sitúan a animales en actitudes humanas.

Los antecedentes pasan por Roma, en cuyo territorio se han encontrado frescos, estatuillas y representaciones cerámicas con representaciones grotescas y cómicas. De hecho, Plinio el Viejo señala a un tal Ludio como un artista que dibujaba unas tablillas llamadas “Comica Tabella”, en las que se dibujaba escenas cómicas que eran colocadas en las puertas de los teatros como reclamos del público a las obras allí presentadas.

En América, de la cultura maya y olmeca, se han encontrado esculturas que datan del año 1200 a. C., y que han sido hechas de arcilla y piedra. Estas “caritas”, las más antiguas representaciones de la risa encontradas en Mesoamérica, fueron descubiertas en tumbas, junto a juguetes y otros objetos, según historiadores.

Estas maleables características se han mantenido hasta el día en que la caricatura se convirtió en la más mordaz opinión, pocos años antes de que en Francia, literalmente, rodaron las cabezas.

La palabra se ríe

Durante los siglos XVII y XVIII, la caricatura desarrolla sus primeros pininos en lo que se refiere a la sátira social y política. Apenas un siglo antes, el reformista Martín Lutero había descubierto el potencial de la imagen y su poder político, al ilustrar la ortodoxia de la Iglesia católica y satirizarla para beneficio de su protesta ante el clero.

Generaciones más tarde, los ingleses William Hogart (1697) y James Gillray (1756) seguirían su ejemplo y retratarían con toda crudeza las incoherencias de una sociedad deshumanizada. Estos primeros trabajos, denominados “Harlots Progress”, son vendidos en folletos y hojas volantes.

Con la llegada de la revolución Francesa (siglo VXIII), nuevas libertades tomarían nombre así como la información plantaría las primeras bases de su industria. Nació una nueva modalidad de literatura, el periódico, y con él, la caricatura tuvo por fin un territorio.

Durante el siglo XIX, las libertades de pensamiento y expresión propiciaron la proliferación de periódicos. Estos eran elaborados por grupos de intelectuales y artistas. Su máxima preocupación: enarbolar ideas de sociedades más justas, combatir la corrupción, defender los derechos humanos y laborales. Todo esto se gestaba en medio de sociedades totalitarias y despóticas.

Con tal panorama, no cualquiera era periodista, menos caricaturista. Aquí es donde la política y las caricaturas se juntan de una vez por todas y no habrá quien las calle.

El trazo ideológico

Las caricaturas, cuales Quijotes en justas, ejercían una especial atracción al ridiculizar al poderoso y reivindicar al ciudadano común. Además, resultaban más atractivas que ver párrafos llenos de letras.

En ese contexto, surgen revistas y periódicos que hacen uso del humor gráfico para influir en el debate ideológico de aquellas sociedades en plena transformación.

Pero también se imponen estilos caricaturescos como el desarrollado por Honore Daumiere (1808).

En 1833, Daumiere es condenado a seis meses de prisión por satirizar al rey Luis Felipe al compararlo con gargantúa. Fue uno de los precursores del concepto de “Prensa Libre”, al representar al dibujante honorable, ingenioso, dueño de una amplia cultura y un gran sentido de la responsabilidad. Continúa publicando a lo largo de su vida, hasta que muere solo y en la miseria.

Sin embargo, los caricaturistas siguen llenando los las páginas de los periódicos. Nuevas revistas nacen, los periódicos crecen y la demanda de estar informado también.

En Inglaterra se funda la revista “Punch” (1841), en la que se desempeñaron caricaturistas como Raven, Tenniel y Grave. Como contraparte, en Estados Unidos, nació “Harpers Weekly” (1857) y tuvo también a sus estrellas: Thomas Nast (1840) y Joseph Keppler (1838). De los dos, Nast se convierte en el favorito por el estilo de su trabajo, enfocado en los inmigrantes. Su caricatura es tan influyente que, incluso, logró mandar a la cárcel, con sus dibujos, a un político corrupto de nombre William Tweed.

Una vez más quedaba demostrado que la caricatura es un vehículo que aporta a la sociedad su capacidad de reflexionar y generar debate a través de la sonrisa.

Sabor latino

Existen antecedentes de humor gráfico en países como México, Argentina, Perú, Colombia, que datan de los siglos XVIII y XIX, posiblemente referidas de Europa, en Sudamérica, y de Estados unidos, en México.

La caricatura política de México se desarrolla en medio de la reforma de Juárez, contra el clero en el siglo XIX, y después contra el dictador Porfirio Díaz.

Revistas como “El Aguizote” y “El Hijo del Aguizote” fueron algunas de las cunas de caricaturistas como Constantino Escalante y José Guadalupe Posada.

En El Salvador, una de las referencias que se pueden encontrar sobre la caricatura es “El Chichicaste”, una revista de humor político publicada en 1944, durante la caída del general Maximiliano Hernández Martínez, después de una huelga de “brazos caídos” organizada por estudiantes y trabajadores sindicalistas de aquel entonces.

Otras revistas de este mismo estilo fueron “Don Pascualillo” y “Don Diablo”.

Uno de los caricaturistas más destacados, sobre todo, por su proyección internacional, es el salvadoreño Toño Salazar, primo del escritor Salarrué. De él y de sus caricaturas actualmente se exhibe una muestra en el Museo de Arte de El Salvador.

En el ámbito americano, la lista de dotados se vuelve inmensa: Quino, Palomo, Mordillo, Riuz, Naranjo, por mencionar algunos pocos pero buenos.

Aunque nunca faltan aquellos caricaturistas que favorecen a políticos y gobernantes. Tentaciones comprensibles, sobre todo a sabiendas que los periódicos han dejado de ser aquellos simples folletos regalados en las calles de la Francia revolucionaria. Ahora son el cuarto poder.

Los periódicos han crecido durante estas últimas centurias, a lo largo y oblicuo de este planeta. Los caricaturistas y periodistas ahora son miles, trabajan como asalariados y los poderes económicos y políticos quieren cada vez influir más en ellos.

Con el proceso de consolidación de los periódicos contemporáneos hoy se establecen nuevas reglas de juego. La risa no es un juego, es cosa seria.

*Publicado en Revista Dominical, 04 de mayo de 2005. La Prensa Gráfica.