martes, 30 de junio de 2009

El hombre detrás de la palabra



Publicada el 16.11.2008, en Cultura de La Prensa Gráfica.

El 16 de noviembre de 1922, en la aldea de Azinhaga, Ribetejo (Portugal), nació José de Sousa Saramago, hijo de José de Sousa y María da Piedad. El primero de dos hermanos, Francisco, era dos años mayor que él, pero este murió en 1924 a causa de una bronconeumonía. Su madre nunca pudo aceptar la muerte de su primer hijo. “Yo le pedía un beso y no me lo daba nunca”, rememora Saramago, en una entrevista concedida al escritor y periodista Juan Arias, y publicada en un libro bajo el título “El amor posible” (Planeta, 1998).

Sobre su padre cuenta que, aunque no tuvo una mala relación, “en algunas cosas es como si no hubiera llegado a conocerlo”, dice un hombre ya con 83 años. Quizá por eso su apego fue más hacia su abuelo y abuela del lado materno.

Con su abuelo, JerónimoMelrinho, pasaba horas oyéndolo contar historias sobre el techo de la casa donde vivían en Ribetejo. “Es el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida”, dice, mientras advierte: “Él nunca leyó un libro en su vida, no sabía lo que era una letra”.

La figura de Jerónimo ha sido un pilar en la vida de Saramago, por eso en su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de Literatura que recibió en 1998 no dejó de demostrarle respeto y agradecimiento al hombre que fue su maestro en muchos aspectos. “A las 4 de la madrugada se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Eran analfabetos uno y otro”, fueron sus palabras.

Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo con el reconocimiento. Las vestiduras se rasgaron en el Vaticano cuando se enteraron de que el nuevo Nobel era portugués, comunista y ateo. La Santa Sede, a través del diario “L'Obsservatore Romano”, dijo: “Otra vez el Nobel ha sido dado según una orientación ideológica precisa”. El primero, según ellos, había sido dado a un “bufón” llamado Darío Fo y que, además, era dramaturgo.

La razón de tales declaraciones fue producto de la novela “El Evangelio según Jesucristo”, donde Saramago da su propia visión del Hijo de Dios, misma que no fue comprendida por los católicos ni siquiera de su propio país, lo cual le valió el exilio de su natal Portugal.

Años más tarde, en su nueva residencia en la isla Lanzarote, del archipiélago de las Canarias, donde vive junto con su traductora, la española Pilar del Río, millones de lectores le dan la razón a Saramago.

El primero de una estirpe

Saramago no es un apellido, es el apodo con el que la gente de la aldea Azinhaga conocía a la familia De Sousa. Su mítico apellido, según cuenta Juan Arias, lo adquiriría debido a la pericia de un funcionario del registro civil, quien como una broma hacia los padres de José añadió a su nombre y apellido el de “Saramago”. Ahí nació la leyenda, y el primero de una estirpe.

Cuando era pequeño estudió en la escuela industrial Alfonso Domingues (Lisboa), y se graduó como mecánico cerrajero. Con esto se ganaría la vida durante su adolescencia en los hospitales de Lisboa.

De Sousa tenía un sueño acentuado por las historias de su abuelo y por el primer libro que leyó y que le fue regalado por su madre: “O mistério do mohinho”, de un autor inglés.

Así, mientras trabajaba durante el día, pasaba las noches leyendo en la biblioteca del Palacio das Galveias, en Lisboa, ciudad a la que se había trasladado su familia luego de la muerte de su hermano Francisco.

Durante muchos años, ante la imposibilidad de realizar estudios universitarios, fue un “mil oficios”: ceramista, mecánico, vendedor de seguros, editorialista, crítico literario, cronista, director de periódico, militante del partido comunista portugués, etc.

Su carrera de escritor, propiamente dicha, no comenzó sino hasta 1970, cuando escribió su libro de poesía “Probablemente alegría”, aunque 23 años antes había escrito su primera novela: “Tierra de pecado”.

A partir de entonces, sus publicaciones se volvieron constantes. Tuvo que ver en ello la determinación que tomó allá por 1975, cuando al fin de la llamada contrarrevolución de Portugal, al verse sin trabajo fijo, decidió dedicarse de lleno al oficio de escribir, mientras, para mantenerse, trabajaba como traductor de medio tiempo.

Su salto a la fama como escritor de altos vuelos fue de forma fulgurante cuando el rondaba ya los cerca de 60 años y publicó su novela “Memorial del convento” (1982).

Aún así, José Saramago ha afirmado que no es un novelista. “No me gusta escribir, pero tengo algo que quiero y necesito decir”, declara en una recopilación de entrevistas realizada por la periodista colombiana Tamara Andrea Peña.

José Saramago es en la actualidad el escritor portugués de mayor proyección fuera de las fronteras de su país. Su obra literaria, que ya suma más de 29 piezas —entre poesía, novelas, ensayos, teatro, relatos y diarios—, puede ser leída en 30 idiomas al rededor del mundo.


Del amor a la palabra

Entre su amor por la literatura, el comunismo y las mujeres, no ha existido espacio para la duda.

José Saramago se ha casado dos veces. La primera con la pintora Ilda Reis, con quien tuvo una hija a la que llamaron Violante. Su segunda esposa se llama Pilar del Río Sánchez, una periodista andaluza que se ha convertido en el punto de apoyo del literato portugués desde 1988.

“Pilar es el centro de mi vida desde que la conocí. Cuando ella no está, es como si yo dejara de ser yo mismo, o como si me faltara algo para que pudiera ser yo mismo”, reflexiona Saramago.

Ella es su inspiración, una musa que ha invadido los sentidos de escritor a tal grado que en muchos de sus libros la figura central de la trama suele ser una mujer. Y es ella la que da rienda suelta a las pasiones que dan sentido a los hombres con los que convive.

El escritor comprometido

Pero, también, en la vida de Saramago han existido otros motores, que lo han impulsado a emprender una justa en contra de las actitudes desmoralizadoras de los seres humanos. Siempre tiene inquietudes respecto a cómo las sociedades conviven entre sí.

Es por ello que este autor, comunista por convicción y ateo por conveniencia, no solo merece el reconocimiento de sus lectores por su obra literaria, sino también por sus agudas reflexiones sobre el mundo, la religión y la problemática social, de las cuales no duda en dar su acérrimo punto de vista cada que tiene ocasión.

Así lo declara en una entrevista concedida al periódico argentino “El Clarín”: “Cuando miras un mundo como este en que vivimos, en el que unas 200 personas tienen la riqueza de más del 40% de la humanidad, ¿se puede ser optimista en un mundo como este? No creo que se pueda. Claro, yo podría decir: ‘Si yo estoy bien, ¿para qué quiero preocuparme del estado en que se encuentra el mundo?’. Pues no. Lo siento. Me preocupo”.

El autor del “Ensayo sobre la lucidez” (2004), uno de sus últimos libros y en el que él advierte sobre el fenómeno de la democracia corrupta y la pérdida subsecuente de valores, considera que aún tiene cosas por decir.

El camino de la rebeldía de sus años mozos lo llevó a las filas del Partido Comunista de Portugal (1969), profundamente arraigado en el campesinado y la clase obrera, con la que él siempre se ha identificado por sus orígenes.

Durante su militancia, ha llegado, incluso, a postularse como candidato, luego de que la dictadura de Antonio Oliveira Salazar fue sustituida por la democracia mediante un movimiento al que se denominó “La revolución de los claveles”.

Hoy, en la recta final de sus días, no niega la satisfacción de lo que ha conseguido en su vida, desde que salió de aquella casa de campo en Azinhaga. “Soy simplemente una persona con algunas ideas que le han servido de razonable gobierno en todas las circunstancias, buenas o malas, de la vida”, dice.

Y tras las circunstancias de esta vida, aún queda un hombre con razones para seguir escribiendo sobre la palabra.


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“La revolución de los claveles”

Es el nombre dado al levantamiento militar del 25 de abril de 1974 que provocó la caída en Portugal de la dictadura de Antonio Oliveira Salazar, que dominaba el país desde 1933, la más longeva de Europa. El fin de este régimen, conocido como Estado Novo, permitió que las últimas colonias portuguesas lograran su independencia tras una larga guerra colonial contra la metrópoli y que Portugal mismo se convirtiera en un Estado de derecho democrático.

En las calles la euforia se desató, civiles y militares se reencontraron en abrazos de libertad. Con la victoria por bandera, las floristas ofrecían a los soldados sus claveles que terminaron en la punta de los fusiles, sin saber que con ese gesto simple bautizaron la última revolución romántica de Europa.

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“Soy simplemente una persona con algunas ideas que le han servido de razonable gobierno en todas las circunstancias, buenas o malas, de la vida”, dice Saramago sobre sí mismo.

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“Realmente no entiendo cuando las personas hablan del bien y del mal, todas esas cosas son invenciones del hombre”, Saramago.

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“Esto es lo que va haciendo Saramago por su tierra: hablar y reencontrarse con seres humanos que no se han dejado seducir por los melifluos discursos de los varios poderes”, Pilar del Río, su esposa.

domingo, 7 de junio de 2009

La biblioteca alejandrina de San Salvador


Publicada el 27 de abril de 2009 - www.El Faro.net

El saber está en la calle. En San Salvador, los puestos informales de compra y venta de libros usados que jalonan el centro de la ciudad reciben más visitas que la Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Nación. Entre la Avenida España y la Sexta Avenida Norte, decenas de negocios y miles de volúmenes reivindican el papel impreso en estos tiempos en que el conocimiento se torna digital.


Por Diego Murcia


La Biblioteca Real de Alejandría o Antigua Biblioteca de Alejandría fue en su época la más grande del mundo. Se cree que fue creada en dicha ciudad egipcia a comienzos del siglo III a.C. por Ptolomeo I Sóter, y que llegó a albergar hasta 700.000 volúmenes en papiro, hasta su desaparición hace cerca de dos mil años a causa, según algunas teorías históricas, de un gran incendio. Al fuego, sin embargo, sobrevivió su leyenda, y en San Salvador, en los alrededores del cada vez menos histórico centro de la ciudad, el instinto comercial de las calles la homenajea con similar vocación de acervo, pero mayor descuido.

No hacen falta paredes. Los puestos de compra y venta de libros cercanos a la Avenida España y la Sexta Norte representan para el amante de las letras, aunque tenga poco dinero, un pequeño paraíso. Yo decidí probar suerte y ver qué historias compraba con treinta dólares.

Sobre la España, junto a la Tercera calle oriente, hay tres tenderetes que funcionan desde hace poco menos de dos años. “Están ahí”, dice Claudia, una de las vendedoras, “porque en el Parque San José hay mucho ladrón y además hay que pagarles renta”. “Ay, Dios, con que apenas saca uno para comer, ya voy a tener para estar manteniendo a estos vagos”, se queja.

Claudia está sentada sobre un desgastado banco de madera, dentro de un pequeño quiosco de metal que almacena libros de pared a pared. Bebe sopa de un recipiente de durapax mientras espanta con un soplido las moscas que la acechan. Es rubia y gorda, y tiene un gran lunar café cobre el labio, en el lado izquierdo de la cara. Me recuerda, sin yo quererlo, a la “Hermelinda Linda” de los pasquines de los ochentas, una bruja de acento mexicano.

“Aquí viene gente que quiere comprar, sobre todo, enciclopedias”, dice. “Los libros viejitos son los que más se venden. Los compran viejitos que dicen que con ellos fueron educados y sin muchas preguntas, se llevan el libro antes de que alguien se lo arrebate. No son coleccionistas, solo gente que vive nostalgiosa (sic.) de cuando era joven y se ríe cuando encuentra algún libro de texto de sus tiempos de escuela”, cuenta Claudia mientras muestra algunos ejemplares.

El primero de ellos es una novela, “Kitty”, de Rosamond Marshall, una escritora que hizo famoso el género del romance para adultos. Sostengo en mis manos una edición de 1946, hecha en Buenos Aires, Argentina, por la editorial Claridad. Según la enciclopedia Wikipedia, la primera edición de este libro generó una ganancia estimada de entre un millón y medio y tres millones de dólares para esta mujer originaria de Nueva York. El ejemplar que me entregó Claudia está lejos de aquellos días de gloria: su pasta dura está unida con cinta adhesiva café, y no evita que el papel se desintegre con cada ojeada.

Lo cambio al instante por otro titulado “Especies útiles de la flora salvadoreña”, un catálogo compilado por el médico-cirujano salvadoreño David Joaquín Guzmán, el mismo que hoy presta nombre al Museo Nacional de Antropología. En la primera página del texto se lee: “... con aplicación a la medicina, farmacia, agricultura, artes, industria y comercio. Tomo II”. Es una edición de 1980, la número cuatro, y su impresión estuvo a cargo de la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación. La primera edición, según consta en el registro del libro, fue hecha en 1926 por la Imprenta Nacional.

El libro fue propiedad de un tal José Alfredo Henríquez Castro, que se encargó de colocar su nombre con un sello de hule en tinta color negro en la primera página y en el folio número 297. otra de las páginas reza: “Obsequio de la dirección de publicaciones Ministerio de Educación. El Salvador, C. A.”. Claudia pagó a un desconocido cinco dólares por él.

“Es que a veces la gente anda en aguas y viene a ver cómo le ayudamos”, me dice un hombre delgado, alto y moreno, con cara de Dámaso Pérez Prado, que dice llamarse Jacobo y ser hermano de Claudia. Viste un sombrero de tela, y me dice que tienen las enciclopedias en oferta. Son de las editoriales Salvat y Espasa.

Emocionado al descubrir que soy periodista, me cuenta que junto a una veintena de comerciantes informales planea demandar al ex fiscal general Felix Garrid Safie y al presidente de ARENA, ex candidato a presidente de la república y ex director de la PCN Rodrigo Ávila por haberlos encarcelado hace un par de años, acusados de cometer actos de terrorismo. Jacobo se refiere a los hechos de mayo de 2007, cuando tras un decomiso de cd y dvd piratas un grupo de vendedores quemó una patrulla, un vehículo de la cadena de televisión TCS y un pick up particular, además de provocar daños en algunos locales comerciales. Once presuntos vendedores fueron procesados por terrorismo. Jacobo dice que fueron “como treinta”. Él salió de la cárcel hace poco menos de un año. Está en libertad condicional.

“Salí de allí enfermo”, dice. “Todavía vomito por culpa del yodo que le echan a la comida. Además, mi papá se puso malo del corazón cuando le dijeron que me iban a meter preso sesenta años. Se cagaron en mí esos viejos. Perdí mi casa y me enhuevé. Ahora apenas logro salir con 25 dólares al día”.

Claudia lo interrumpe y me muestra una postal con el rostro de Pedro Infante. En ella el astro mexicano viste el famoso uniforme del Escuadrón Acrobático de Tránsito de México D.F., con el que filmó la película “A toda máquina” (1951), con Luis Aguilar como coprotagonista e Ismael Rodríguez como director. La foto venía entre las páginas de un ejemplar del Quijote.

“Una vez encontramos una carta del presidente Enrique Araujo...”, cuenta la vendedora. “Dice sus cositas”, agrega Jacobo con cierto misterio. Dicen que la tienen en casa. “En la gaveta de la cama de ella”, dice Jacobo señalando a su hermana. Ante mi incredulidad Claudia promete buscarla y enseñármela al día siguiente. La sigo esperando.

A estas alturas, cerca del mediodía, he gastado seis dólares y comienzo a caminar rumbo a la plaza San José, sobre la Sexta Avenida Norte. Allí me esperan cerca de cincuenta libreros, aunque la alcaldía de San Salvador no sabe con exactitud cuántos comerciantes informales se dedican a este rubro. Los libros asoman entre los peatones, la superposición de microbuses y buses, los puestos de comida y la cortina sonora que sale de las oficinas del Ballet Folclórico Nacional, sobre esta misma calle. Son libros manchados, carcomidos por las polillas y con los lomos despellejados por el uso, el clima, el tiempo.

Atravieso el barullo y me detengo frente al primer puesto que encuentro. La vendedora escucha atenta a su hija, de unos 17 años y uniforme escolar, que ha dejado su mochila sobre el piso de la acera y lee en voz alta el Código de Trabajo en un intento de explicar a su madre algunas leyes. Hace poco leí en algún lado que, según Ricardo Bracamonte, Director Nacional de Promoción y Difusión Cultural de CONCULTURA, un aproximado del 70% de la población del país no lee libros con frecuencia.

Ojeo las tapas y lomos sobre la mesa y tras unos minutos de curiosidad insatisfecha sigo mi camino. En otros tres establecimientos corro con la misma suerte: libros de álgebra, manuales para windows 97, ejercicios de matemáticas y un ejemplar del famoso silabario en el que miles aprendimos a escribir “mi mamá me mima, mi mamá me ama” no logran capturar mi interés. Hasta que el puesto 233 me devuelve la alegría.

Desde fuera, una pila interminable de libros colocados uno sobre otro hasta llegar al techo empequeñece a un hombre que parece sentado en el interior de una concha de caracol. Doy las buenas tardes y le digo que lo quiero entrevistar. “¿Cuánto me vas a dar?”, me grita. “Nada”, contraataco indignado al vendedor, que me dispara miradas de desprecio desde el fondo de su cuartucho tapizado de libros viejos. Me mira de pies a cabeza y luego me invita a sentarme junto a él. De mala gana, busco asiento entre Cervantes y Baldor, pero termino cediendo mis nalgas al suelo. “Lo que pasa”, me dice en tono de regaño, “es que siempre vienen queriendo verme la cara de tonto útil”.

“Ahí vienen con sus cámaras y sus preguntas estúpidas... y yo, ¿qué gano? Publicidad gratis, me dicen. Ni mierda, ¡mentiras! Son pendejadas. Uno nunca gana nada de esto. A mí nadie me ha dado nada gratis desde que empecé allá por lo ochenta”, reclama. Me callo y lo dejo hablar. “La última vez”, continúa, “vino un bicho de la UCA a hacerme unas preguntas dizque para su tesis de graduación (sic). Puede ser –dice en pose reflexiva mientras se quita los lentes de carey, los limpia y se los coloca sobre la frente, cerca de un remolino de cabello que le nace al lado derecho de la cabeza, donde tiene el cabello más largo-, puede ser que él sea solo una ratilla de laboratorio, pero podemos preguntarnos: ¿qué hay más allá de esas intenciones? ¿Qué interés tendrá la UCA en lo que yo hago y pienso? ¡Já! ¡Ahí hay un gran interés económico oculto!”

Un joven moreno, como de un metro sesenta y seis, con pelo negro y escaso bigote, asoma su rechoncha figura al umbral de la puerta y dice:

¿Tenés el álgebra de Baldor?

$13 te cuesta.

¿Esa es copia?

Sí.

¿Y nueva?

$20 -dice el vendedor, cortante, sin quitar la mirada del tipo, tiene una pierna dentro del negocio y los brazos extendidos y apoyados en los maderos laterales de la puerta.

El comprador balbucea para sí, como si hiciera cuentas, y sin mediar palabra se despega de los maderos de la puerta, da la vuelta y se aleja. El vendedor de libros vuelve a atacar:

“¿Yo qué quisiera que me dijeran?”, se pregunta, y de inmediato se responde: “que a cambio de una entrevista me van a dar mil dólares y, además, un nuevo puesto, en un local más cómodo. Y que me paguen el alquiler de un año, o mejor aún, me compren la casa y la pongan a mi nombre, para que me desarrolle como empresario. Eso sería chivo”, me dice como retándome a cumplir sus sueños. Le cuento que estoy escribiendo una crónica sobre la venta de libros pero me vuelve a callar. “No, si yo sé que usted anda haciendo su trabajo… pero atrás de eso hay intenciones ocultas, hay un orden establecido”, insiste.

Transijo, reintento, argumento. Le logro convencer de que soy periodista y de que estoy dispuesto a comprar algunos libros, y el hombre empieza a hurgar entre la montaña que tiene frente a sí, en busca de qué ofrecerme. Hay un instante de paz. Luego se voltea hacia mí y me vuelve a preguntar: “¿y qué gano yo con esto?”

Unas cuadras más allá, sobre la Tercera Calle Oriente, encuentro un local donde se venden y compran libros desde hace 18 años. Se llama Primera Lectura y su dueña, la señora Mabel, también ofrece revistas de belleza, antiguas la mayoría de ellas.

¿Cómo ha logrado sobrevivir tantos años en este negocio a pesar de que los salvadoreños no se caracterizan por ser lectores constantes?, le pregunto. Ella, de pelo rubio, piel rosada, mejillas pronunciadas y cara sudorosa, me responde: “Es que yo solo comercio con cosas que la gente compra. Los otros se llenan de cualquier cosa y venden poco. Yo escojo literatura que todos buscan, las obras clásicas, pues, y antigüedades, y se las vendo a coleccionistas”.

Me muestra un ejemplar de “Selecciones de Reader´s Digest” de febrero de 1943 y cuyo precio original fue de 25 centavos de colón. En él encuentro artículos propagandísticos del gobierno de Estados Unidos donde se habla maravillas de los aviones de combate que irán a pelear contra las fuerzas del mal de Hitler, y un escrito del teniente coronel Warren J. Clear, del cuerpo de Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos, titulado “El soldado japonés visto de cerca”. El primer párrafo dice así: “El soldado japonés mide, por término medio, un metro y veinte centímetros de estatura, y pesa alrededor de cincuenta y tres kilos. De su paga, equivalente a un dólar y veintiséis centavos, le quedan todos los meses nueve centavos, para que los gaste como mejor le parezca...” Ese mes, de ese año, el día 25, había nacido en Liverpool, Inglaterra, George Harrison. El futuro Beatle era el menor de cuatro hermanos y su padre era conductor de un autobús municipal. El Reader´s Digest no lo sabía.

De las antigüedades que según ella han sobrevivido a las compras de los coleccionistas esta semana, Mabel coloca sobre mi mano un libro publicado en 1911. Dice que habla de El Salvador, pero que, como está escrito en inglés, ella no entiende de qué se trata. El libro tiene pasta dura de color azul y un escudo de armas –el de El Salvador, supongo, en los días de la confederación- pintado de dorado. Con letras grandes, se destaca el título de la obra: Salvador of the twentieth century, escrita por el cronista Percy F. Martin, que también escribió libros similares sobre México y Perú.

Una copia de ese texto puede ser consultada en la sección de Colecciones Especiales, en la planta baja de la biblioteca Florentino Idoate, de la UCA, pero la que tengo ahora en mis manos perteneció a la biblioteca personal de Rafael Guirola, Ministro de Finanzas y Crédito Público durante la administración del Dr. Manuel Enrique Araujo, Presidente de la República entre 1911 y 1915. El texto es un resumen de la vida de los salvadoreños de la entonces floreciente nación de El Salvador, e incluye fotografías de la época.

“Se lo vendo”, me dice Mabel de golpe, al saberme fascinado por el libro. ¿Cuánto quiere por él? “Deme veinte”, me dice, y segundos más tarde soy el nuevo dueño de este pedazo de historia salvadoreña.

Mabel sigue mostrándome sus libros y trae ante mí una copia de la Comedia Griega, edición de bolsillo, en papel reciclado, de la editorial Roxil. Lo abre y hurga entre páginas con sus manos regordetas y de uñas pintadas en rosa brillante. De pronto, extrae un sobre blanco cerrado y marcado con un sello de tinta azul en el que se lee: “Iglesia Evangélica de las Asambleas de Dios, San Francisco Javier, Depto. De Usulután”.

Es una carta que al parecer nunca llegó a su destinatario. “A veces una se encuentra fotos, billetes, estampillas... Yo al final, como no sé qué hacer con ellos termino botándolos a la basura. Esta carta me la quedé por pura curiosidad. Quería saber qué decía... Y más tardó Mabel en revelarme las intenciones de su morbo que en abrir y empezar a leer la carta. Sobre papel de rayas azules, con una tinta debilitada por el tiempo, se leía:

“Savado 19 de Febrero de 1983

Snfco Javier, Usulután

Iglesia Asambleas de Dios en

Snfco Javier, Usulután

El Salvador C.A.


El pastor juntamente con el cuerpo oficial, ase constar que la portadora.

Cristina Guerrero de Calderon es miembro en nuestra iglesia, cumplidora de todos los deberes y a la bez respetativa para con su pastor y demas miembros y incluso con las amigas.

Ella ha desempeñado algunos cargos en la iglesia como presidenta local del C.M.L. y también con el distrito como bisepresidenta.

Y en bista de su traslado se le extiende esta nota para que la interesada pueda aser uso de ella donde crea que es combiniente.

Rogamos a tí hermanos o sea ustedes sus consideraciones a nuestra hermana y el Dios de amor os de grandes bendiciones Dios os bendiga.

Pastor Rogelio Mazariego. Diaconos José Andres Arevalo. Julio Torres

Raul Garay. Francisco Guzman. Federico Yanes”

Mabel me regaló la carta y un libro sobre biografías al que se le están cayendo la portada y la contraportada. Me dirijo a casa con la sensación de haber recorrido un cementerio de elefantes, en el que se pueden encontrar restos de mamuts apenas roídos por las polillas y de mastodontes en buen estado pese a las cicatrices de alguna mano mutiladora. El saber de la biblioteca de Alejandría, aún vivo.

“En El Mozote, la orden fue: lo que se mueva se muere”



Publicada el 15 de diciembre de 2008 – www.elfaro.net

Por primera vez, un ex soldado perteneciente al Batallón Atalcatl, y que participó en la masacre de El Mozote, relata algunos de los detalles de dicho operativo en el cual, recuerda, la orden era simple: “Lo que se mueva, se muere”. El jueves se cumplieron 27 años de una de las matanzas de civiles atribuidas al ejército, que ya hizo que El Salvador fuera demandado al menos dos veces ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Efraín Antonio Fuentes asegura que él y sus compañeros campesinos convertidos a la fuerza en militares, fueron engañados para participar en una guerra de pobres contra pobres. Hoy, sus luchas son por los lisiados que produjo la guerra.


Por Diego Murcia


“El Mozote fue una masacre triste y terrible. Ahí murieron todos, hasta los niños.” Así empieza su relato Efraín Antonio Fuentes, con voz pausada, mientras sus ojos huyen del contacto visual continuo de su interlocutor. Así dieron inicio las poco más de tres horas de conversación, en donde este ex soldado perteneciente al Batallón Atlacatl reveló algunos de los hechos que ocurrieron antes, durante y después de la masacre de El Mozote, ocurrida el 11 de diciembre de 1981, y que la conoció el mundo gracias a los reportes de la prensa internacional.

En esa matanza murieron centenares de personas, niños y niñas en su mayoría. Aunque no hay una cifra precisa y los datos varían según las fuentes. Uno de los expedientes ventilado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos habla de 765 fallecidos.

La Comisión de la Verdad habla de un poco más de 200 restos humanos renocibles, pero la cifra podría ascender a 400. Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador habla de 765 personas ejecutadas; mientras que un equipo argentino de antropología forense que visitó el lugar en busca de osamentas que permitieran saber cómo ocurrieron los hechos, determinó que en El Mozote y cantones aledaños fueron asesinadas 809 personas, más de 400 de ellas niños y niñas menores de 12 años. Los ojos de Efraín hicieron sus propias cuentas ese día y tampoco cuadran con las historias oficiales que se tienen del caso: “Yo no vi demasiada muerte, a pesar de que dicen que fueron bastantes. En los alrededores, puede ser. Pero yo vi unos 25 cuando entramos. Algunos habían muerto a balazos y otros a cuchillo”.

Cuando ocurrió la matanza de El Mozote, Efraín tenía 17 años y apenas unos meses de haber ingresado al Batallón. Tenía pocos días de andar en campaña, apenas se habían formado cuatro compañías de las nueve que llegó a tener el Atlacatl.

“Una noche antes me dijeron: Preparate, vamos a un lugar donde nos están esperando, donde es difícil entrar, pero vamos a entrar y si no te ponés las pilas, pues, te van a matar y tenés que actuar según las tácticas que te han enseñado y si no vas a ser hombre muerto. Y ni modo, qué hacíamos, peparar los fusilitos, 700 cartuchos... todo lo que nos daban en el equipo. A mí, que era especialista en lanzagranadas, me daban 60 granadas. Con eso me fui”.

La especialidad de Efraín eran los M16 con lanzagranadas. La primera vez que tuvo en sus manos uno de estos fusiles fue en el cuartel de la Segunda Brigada de Infantería, de Santa Ana, después de que lo reclutaron forzosamente en la finca Los Naranjos, donde estaba trabajando cortando café. A eso se dedicaban él y su familia, originarios del Cantón El Castillo, en Coatepeque. En la corta participaban sus hermanas, su hermano, su padre y su madre. Pero cuando llegó al cuartel, se olvidó de los canastos y el café y aprendió a lanzar granadas. “Era el número uno de mi sección. Si me ponían casitas pequeñas para que practicara mi puntería, yo siempre les pegaba en el centro”, asegura.

Pese a que lo forzaron a estar en el ejército, pronto se adaptó a su nueva vida. Le pagaban 85 colones por hacer rondas en Santa Ana y cuidar bodegas en el cuartel. Pero un día supo que se estaba formando un nuevo batallón y que estaban pagando 240 colones por ir a combatir y se fue a enrolar. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Nada mal para alguien que solo había estudiado segundo grado de primaria y que no sabía hacer otra cosa que cortar café y lanzar granadas con buena puntería.

“Lo primero que hice cuando nos dijeron que íbamos a este cantón fue preparar mi equipo. Es que, cuando ya le dicen a uno que va a salir, se prepara el fusil, ese todo el tiempo pasa aceitadito. Después se va uno a contar cuántos cartuchos se va a llevar. Luego lo llevan a uno hasta el lugar y es ahí donde le dicen qué es lo que va a hacer, cómo se va a actuar. Si es masacre, le dicen a uno que va a matar... Mientras, solo le dicen a uno vamos a ir a un lugar, sin darte el nombre, solo te dicen que vas para un lugar donde habrá un combate duro, un lugar donde es difícil entrar.

“Nosotros sí vamos a entrar y vamos a demostrar que sí podemos, nos decían. No le dan ni la hora de salir a uno, solo le dicen que se preparen los fusiles y, de presto, a las 2 o 3 de la mañana, se sale. Antes de eso, por lo general, la mayoría de los soldados, lo que están haciendo es platicar de sus licencias, de lo que les ha pasado, no de la guerra sino de sus quehaceres cuando les den las licencias”.

Lo que se mueve, se muere

“Para El Mozote no nos dijeron nada, solo que ibamos a un lugar y que todo lo que se moviera se destruyera. Esa fue la orden que dieron, porque decían que todos eran guerrilleros, desde mujeres hasta niños, que podrían llegar a ser parte de las masas en un futuro y que podrían llevarle la logística a ellos. De esa manera fueron las órdenes que se dieron en El Sumpul, Guazapa, El Mozote, Las Tablas... órdenes que ejecutaron los batallones Belloso, Atlacatl, Bracamonte, que eran de reacción inmediata... Yo participé casi en todas, porque, como batallón, en un inicio andábamos casi en todas. Salíamos a operar, regresábamos con licencia, nos íbamos para la casa y luego regresábamos al batallón y salíamos de nuevo a operar. Cuando el batallón se hizo grande, que llegó a nueve compañías, salían seis compañías a operar -hablo de un equivalente a 700 hombres- y quedaban 370 para cuidar la sede. Entonces, sí, ya era diferente, porque pasábamos dos meses en el monte, y luego regresábamos de operar, descansaban tres compañías y las que habían quedado descansando, tendían a irse nuevamente”.

“Habían órdenes terribles en la guerra, pero considero que no me manché las manos en algo a sangre fría. No voy a decir que no se mató, sí, pero fue en combate, porque o matás o te matan. Un combate para eso es. Cuando se capturaron personas, yo nunca maté así, a pesar de que recibí órdenes de matar. En Guazapa hayamos un tatú llenito de personas: ancianos, niños, mujeres en especial... Sacaron a unas 45 personas de ahí y salvaron a algunas. No sé cuál fue el sentido de eso. Imagino que fue para traerlas a San Salvador y sacarles verdades. Las subieron a helicópteros y se las trajeron. Pero, a la mayoría las mataron a sangre fría. Yo en ese entonces tenía pocos días en el batallón y me querían probar para ver qué valor tenía y me dijeron: aquí está un yatagán, matá a esta gente. Pero yo les dije que no, que a sangre fría no mataba y menos con cuchillo. Si fuera peleando, sí, hubiera usado mi M-16. Y todavía me atreví a decirles que si lo hacía con fusil, me atrevía a hacerlo, pero con cuchillo, no, porque no me gustaba eso. Pero como sobraba quien lo hiciera y no pensaban sus actos, salió alguien y lo hizo. ¿Por qué no me amonestaron esa rebeldía? Porque en el combate, allá en el monte, éramos uno a uno, hombre a hombre, y no importaba si estábamos en el mismo bando. Cuando pasaba algo así y amonestaban a alguien, ahí en combate encarnizado, ahí no más se le volteaba el fusil entre los mismos compañeros. Por eso no se amonestaba. Había respeto entre todos, por cualquier cosa, porque se le tenía miedo al ofendido a la hora de estar en combate”.

“Salimos del batallón, en el Sitio del Niño, y llegamos a la pista que tenía el ejército en Morazán. Nos albergábamos en el galerón que el batallón tenía ahí, mientras esperábamos instrucciones. Luego nos dijeron el lugar que íbamos a visitar y si era un combate de monte, hombre contra hombre, o si íbamos a destruir una ciudad o un cantón o un caserío. Después caminamos para salir por el lado de Perquín, e hicimos 40 minutos de caminata hasta El Mozote. Llegamos en la mañana, porque mucha de la gente que estaba ahí no logró salir a trabajar. La gente se encerró cuando vio al batallón”.

Según describe el informe de la Comisión de la Verdad, cuando los soldados llegaron, ordenaron salir a todos de sus casas y los reunieron en la plaza; los hicieron acostarse boca abajo, los registraron y les formularon preguntas sobre los guerrilleros. Luego les ordenaron encerrarse en las casas hasta el día siguiente, con la indicación de que se dispararía contra cualquier persona que saliera. Los soldados permanecieron en el caserío durante la noche. Al día siguiente los interrogaron, torturaron y ejecutaron. El exterminio terminaría el día 12, dejando atrás varios cientos de muertos regados sobre las tierras de los cantones Cerro Pando y La Joya y de los caseríos Ranchería, Jocote Amarillo y Los Toriles.

“Yo me quedé, con otros 300, en los alrededores. Primero bajaron unos 50 soldados a meterse así y los demás se quedaron guardando la seguridad de los flancos, de los cercos. Abajo se hizo una formación en forma de herradura. Siempre se rodea y se deja un pequeño espacio, porque alguien que se encuentra acorralado, que no tiene salida para ningún lado, esa es una persona que muere hasta que se le acabe el último cartucho. Y matar a un guerrillero con fusil en mano, no era de una hora. Porque o se organizan y se van a romper el cerco a darle a los soldados pecho a pecho o preparan un combate hasta el último cartucho. Por eso se dejaba ese espacio para evitar un tope así. En El Mozote se dejó la parte del río, de la quebrada y ahí fue donde se fueron unas gentes que ahí creo fue donde se salvaron, porque de otra manera... Después de la formación, las puertas se abren y el que se encuentra o se mata adentro o se le saca a matar. Pero, en El Mozote, a la mayoría de gente la sacaron y la formaron. Ahí no entramos en combate. No era un campamento”.

“Los soldados se movían por grupos, cuando unos terminaban de actuar en una zona, estos se movilizaban y llegaba otro grupo a relevarlos y luego repetían el movimiento hasta que eran reemplazados por un tercer grupo. Así se fueron moviendo por toda la zona de los caseríos aledaños”.

Los guerrilleros evangélicos

Durante la guerra, la parte norte del departamento de Morazán era considerada como el sitio con mayor concentración y control por parte de la milicia guerrillera del FMLN. La idea de despojar a los campesinos de sus crucifijos y biblias venía de la teoría militar de que el apoyo de la población civil a los insurgentes se debía, en gran parte, a la penetración de la Teología de la Liberación como labor de algunos sacerdotes católicos.

El Mozote era un lugar singular. Ahí los católicos eran minoría, al contrario de todos los caseríos y cantones de los alrededores, la Teología de la Liberación no había tenido gran impacto. Además, sus relaciones con la Fuerza Armada siempre habían sido estables porque no eran colaboradores de la guerrilla.

El Mozote contaba con unos 300 habitantes, pero muchos otros moradores de caseríos más pequeños habían llegado a refugiarse ahí por temor a morir en fuego cruzado o para no ser ejecutados por los soldados si los llegaban a confundir con guerrilleros.

“Ahí toda la gente era del Frente. Así nos dijeron a nosotros, que en ese cantón estaban las bases, la propia estadía de ellos. Con la diferencia de que el combatiente se iba y llegaba ahí solo a traer provisiones. Si ahí no hubo un combate encarnizado. Ahí solo fue llegar a un cantón y arrasarlo. Si no, hubieran dicho: tantos soldados murieron. Combatientes yo no vi. Sobre las violaciones a niñas en ese lugar no puedo decir nada, pero sí lo hacían... incluso, yo no lo vi, pero me dijo un compañero que había visto que mataban a niños con un yatagán. Que violan niños y niñas, sí, eso lo hacían en diferentes masacres”.

“Cuando bajé al cantón, de último, ya habían matado a bastante gente... y nos dijeron que ya no habían guerrilleros, que ya no era necesario seguir dando la seguridad. La gente que se logró correr, que logró salirse del cerco, las perseguían. Algunos, algunos, contaditos, son los que se han logrado salvar. Yo ya he escuchado historias de los que se han logrado salvar, pero contaditos con los dedos”.

Rufina Amaya fue una de estas pocas sobrevivientes que logró escapar de la masacre de El Mozote, gracias a que se escondió tras unos matorrales, aprovechando la confusión de unas mujeres que rogaban porque no las mataran. Mientras huía, ella aseguró que escuchó los gritos de sus hijos que la llamaban y que rogaban porque no los mataran. Rufina fue entrevistada por la Radio Venceremos sobre esos hechos días después de ser encontrada por la guerrilla vagando por los montes. Ella fue la primera en denunciar el hecho, en la navidad de 1981 y su relato fue parte principal de un par de publicaciones en dos periódicos estadounidenses. Amaya falleció en 2007 debido a un ataque cardiaco y hoy su historia se ha inmortalizado en una opera recién presentada en Colombia, por el salvadoreño Luis Herodier, donde se cuenta cómo mataron a los habitantes de El Mozote.

Carlos Henríquez Consalvi, uno de los fundadores de la Radio Venceremos, y una de las dos primeras personas en recorrer la zona de la masacre en diciembre de 1981, cree que la matanza fue un aviso para los simpatizantes del Frente.

“La mayoría se iban a esconder a quebradas, pero siempre los mataron. Incluso, un compañero, que hoy está discapacitado, mató a un niño. El niño fue para la historia, porque estaba sentado en una piedra. Estamos hablando de un niño de cuatro años, muy pequeñito. Él estaba sentado en una piedra y el compañero le pegó una ráfaga de M16 y lo balaceó. Pero, el niño no se cayó, quedó sentadito. ¿Y quién dice que al caerle a uno un balazo de una M16 no das vuelta y caes con las patas para arriba? Al niño lo atravesaron a balazos y aún así seguía sentadito. Eso podía ser cosa de Dios”, rememora Efraín.

Según los sitios de internet especializados en armas, la bala de una M-16 se deforma cuando impacta contra su objetivo y pega con una fuerza de 52 mil libras de presión por pulgada cuadrada. Al deformarse no atraviesa, sus fragmentos rebotan por todo el cuerpo y destrozan el interior de la persona.

“Yo vi un montón de gente muerta, niños y este niño que cuento... no creo que el compañero lo haya hecho por... simplemente porque lo engañaron. Pero, si esas órdenes se le dieran a una persona adulta y no a cipotes de 14 o 18 años, la cosa sería diferente. Yo, a la fecha, si me dieran órdenes así, quién sabe si se las cumpliera. Claro que me rebelara y jamás hiciera cosas de esas, porque ahora somos personas pensantes. Es fácil dominar a los cipotes cuando ellos no tienen una mentalidad desarrollada. Cuando uno estaba en combate uno pensaba: Bueno, si me muero no dejo hijos, no dejo a nadie, estoy solo y cuando nos pagaban el sueldito que en ese tiempo eran 240 colones nos lo íbamos a gastar todo, decíamos: comámoslo, disfrutémoslo porque hoy estamos y mañana quién sabe, porque vamos para el monte. Esa era la vida del soldadito aquel. No pensaba en que iba a haber un futuro, que va a tener un hogar, que va a prepararse... uno no piensa en eso. A uno lo preparan para pensar que la vida no vale nada”.

Este sentimiento de indiferencia hacía posible que los soldados -en su mayoría jóvenes, solteros y sin familia-, tras el combate, siguieran sus vidas como si nada pasara, como si todo fuera un sueño, cuenta Efraín.

“Después de participar en una de esas masacres, qué diferente se ve el mundo. ¿Qué significa la vida o qué significa la muerte, si después de estar platicando con su amigo, con el que acaban de beberse un agua azucarada, porque a lo mejor no han comido por estar en campaña, este en ese ratito cae a la par de usted con un balazo en la cabeza? Para uno la vida en ese momento, después de lo que le han metido en la cabeza, no vale nada. Qué fácil es engañar a un joven. Lo mismo le da tanto que lo maten o matar en un combate. Usted ve caer a su compañero y no se extraña, en lugar de eso se pone a salvo. Y si uno mata, ahí no ha pasado nada, sigue su camino”.

“En la guerra, el día que no hay combate, uno no sirve. Te sentís rendido, te da sueño, te da hambre. Es desesperante. Cuando salía de licencia e iba en el bus para la casa de mis familiares, yo veía a la gente y pensaba: así como los puedo ver vivos, los podía ver muertos por allá. No había futuro cierto”.

A los miembros de Batallón Atlacatl, según las crónicas de la época, Domingo Monterrosa, la máxima autoridad de dicha unidad militar, los llamaba “Angelitos de la Muerte”. Cuando a Efraín se le pregunta sobre este sobrenombre que el militar usaba con sus soldados, él dice no recordar nada sobre ello. Sin embargo, sí recuerda a Monterrosa. Lo admira, lo desprecia y lo respeta.

“Hay asesinos y requeteasesinos, como el señor Monterrosa, no digo que no. Porque dicen, el que es hombre y cosa seria, de veras hay que felicitarlo por lo que es. Malo o bueno, hay que felicitarlo por lo que es. Y no nace uno tan rápido así como él. Tenemos a Fidel Castro. Yo felicito a Fidel Castro por la forma de hombre que ha sido. Pa’ que nazca otro como él ´tá difícil o a saber dónde está. Monterrosa era cosa seria. Para nosotros era él único, quizás en el país, que trabajaba tan de la mano… Para nosotros, Monterrosa, en especial para mí, fue un hombre que pensó ganar la guerra con las armas. ¡Así! Él pensó que la guerra se podía ganar combatiendo de tú a tú con las armas y por eso él se entregó a la lucha, y fue un hombre que comió frijoles, luchó y lloró junto con los lisiados… Con los soldados. Él pasaba los ríos allí… En las fotos lo puede ver que él andaba igual como andábamos nosotros… Una parte era estrategia de él para que no lo identificaran que era el comandante, pero la forma en que se dirigía a nosotros era una forma… Bueno, mis respetos. Muy excelente el viejo. Este señor era cosa seria. Él se dirigía como un camarada. Así, si tenía una tortilla, pues la comía entre tres. Y a él nunca le gustaba que le pegaran a un soldado, que lo garrotiaran ni le pegaran. Decía que no era eso. Incluso, decía que para castigarlo a uno era mejor ponerle flexiones o algo así, porque te hacía más duros los músculos y te daba más resistencia; pero no a garrotazos, porque no se trataba así. En ese aspecto fue muy bueno con los soldados, y por eso lo querían mucho. El señor este fue muy querido en El Batallón”.

Las contradicciones no paran ahí. A Efraín no le enorgullece haber participado en la guerra. Dice que nunca le ha contado nada de lo que hizo en combate a sus hijos ni a su esposa. Ellos apenas y saben que quedó lisiado a los 24 años, mientras realizaba un operativo en Morazán. Tampoco saben que él trabajó bajo las órdenes del coronel Francisco Elena Fuentes, realizando investigaciones de espionaje en la unidad denominada S2. Es que fue una guerra chuca, dice. Pero, pese a eso, por otro lado, no se arrepiente del carácter, la resistencia, de decirle que no debe temerle a nada y que es capaz de vencer a cualquiera que le formaron la guerra y los asesores de Estados Unidos, que vinieron a entrenar al Batallón a El Salvador.

La confianza era la base del Batallón Atlacatl. No cualquiera podía entrar. El reclutamiento se hacía mediante recomendaciones de soldados que estuvieran ya activos. A cada soldado se le hacía una entrevista de admisión para sondear el tipo de conocimientos y destrezas que este poseía. Uno de los requisitos era tener experiencia en el uso de armas. Su ingreso suponía el sometimiento a exámenes sicológicos y de resistencia física. Para el adiestramiento sicológico los obligaban a ver películas sobre guerras ocurridas alrededor del mundo, además de lavarles el cerebro con ideas anticomunistas. Estas clases eran de tres horas diarias todas las tardes desde que entraba al Batallón. Cuando esto terminaba, continuaban con el siguiente paso: la formación de carácter.

“Este cursillo tiene una semana de estrategia militar, pasar la concertina, arrastre, cómo atacar. Luego tiene una semana de combate cuerpo a cuerpo con cuchillo, con corvo, con la mano, con todo, por si uno se queda sin fusil. A continuación, sigue una semana en la que no te dejan dormir y para que durmás te suben arriba de los palos y ahí tenés que dormir si así lo querés, para que uno agarre coraje. En otras ocasiones, te tocaba dormir en el piso de ladrillo, pero a cada dos horas venía alguien a tirarte agua helada o te arrastran en el lodo. Después viene otra semana que se llama de supervivencia, en la que te dejan sin comer por siete días, te pasan por el túnel del amor, que son charcos de agua con lodo, luego te encierran en un chiquero que tiene alambre de púas alrededor. Cuando tenés esa gran hambre y que estás a punto de morirte, te matan zopes, chuchos -que es más decente que el zope- y te hacen una sopa de esos animales y te obligan a comer. Luego hacen un fresco de la sangre del zope y del chucho, le echan cebolla, sal y chile para que te lo tomés. Después de eso te dan un zope crudo para que te lo comás y todos deben dar una mordida al animal. Cuando yo hice el cursillo, llevaron un muerto que encontraron ahí en El Playón -area cubierta de lava petrificada al norponiente del volcán de San Salvador-, era un chamaco que habían degollado y nos lo llevaron para que lo comieramos. Todo esto era para formarte carácter. Después de que te dan todo esto, te tiran lacrimogenos adentro del chiquero, donde estás sin zapatos y solo en calzoncillos. Luego te dicen que a cómo dé lugar tenés que romper el cerco, vos y tus otros tres compañeros, y que desde ahí tenés que irte hasta Lourdes Colón corriendo, pasando por Teocoyo, allá por Jayaque, para salir al lado de Las Granadillas y volver a El Playón. Y en esas carreras que llevas, hay tres puntos donde te tenés que reportar y cuando llegás a El Playón tenés que llegar vestido. La cosa es que a la primer persona que te encontrés tenés que quitarle la ropa y los zapatos, amenazándolo con garrotes. Nosotros tuvimos suerte porque hallamos ropa tendida en medio de una tomatera, que algunos campesinos habían dejado mientras se iban a trabajar al monte. Con esto terminaba el cursillo. Esto te da carácter, porque en combate, rodeabamos a los chuchos, los pelábamos y comíamos de eso”.

El batallón Atlacatl estaba conformado de la siguiente manera: una sección, que es igual a 30 hombres. De estas se dividen dos patrullas, 15 hombres por patrulla. Un subsargento, dos cabos -uno para cada patrulla- y un cadete, que manda a los 30 hombres. Había cuatro secciones, que conformaban una compañía. Esta compañía tenía un teniente de dos barras, un subteniente y un sargentón. Esta compañía se unía a tres compañías más, estás llevaban, además de los otros ya mencionados oficiales, a un capitán. Se formaron tres agrupaciones de nueve compañias más el grupo de mando, que estaba dirigido por tres mayores, un teniente coronel. Según Efraín, hasta antes de que se firmaran los Acuerdos de Paz, los efectivos destacados en el Batallón Atalcatl sobrepasaban los mil hombres.

Efraín se movió de un destacamento a otro impulsado por el dinero que podría ganar. Un soldado ganaba 240 colones en el batallón. En Santa Ana, en la Segunda Brigada ganaba 85 colones. Antonio Guerrero Peraza, un amigo de él, lo instó a unirse al Batallón. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Ahora como pensionado, apenas logra cubrir sus gastos con una pensión de 120 dólares. Para subsistir, hoy día se dedica a vender verduras en el centro de San Salvador y a luchar por los derechos de mejores pensiones y prestaciones de salud para los lisiados de guerra sean estos del ejército, la guerrilla o la sociedad civil. Su esposa administra una tienda en la zona donde viven. Con eso mantienen a sus cuatro hijos, el primero de ellos nacido en 1991.

Hoy, alejado de aquella buyicia de los combates, Efraín Fuentes, hace sus reflexiones sobre lo que para él significó ir a combatir: “La guerra fue creada para aniquilar a los líderes que empezaban a levantar cabezas. La guerra fue inventada por el gobierno... aquí Estados Unidos y el gobierno montaron la guerra y quienes la financiaron y se pusieron a reír de de todo fueron los ricos. Porque en la guerra donde yo anduve nunca anduvo un millonaro, solo gente que éramos campesinos. Y cuando nos matábamos era probre contra pobre, mientras que los ricos tenían a sus hijos en la universidad, preparándose. La guerra, aparentemente, podía hacer un cambio, pero este nunca se dió ni con los Acuerdos de Paz. Qué chiste tiene ir a una guerra si todo sigue igual o hasta peor que antes”.

"Uno de cipote creía que las cosas quizá así estaban bien y así se combatía. Hoy, que ya tengo mis cuantos años y que pasé mi experiencia, noto que el cipote pasó dormido en la guerra. ¿Sobre El Mozote? Me gustaría visitarlo, para ver cómo han progresado, porque lo destruyeron”.

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