En buen salvadoreño, Neuman es de los que no prestan la guitarra y esa su última noche en San Salvador hubiera seguido hablando si no fuera porque su agenda estaba llena. Durante casi dos horas, el premio Alfaguara Novela 2009 habló de por qué escribe, de su infancia, de lo que ya escribió, de sus miedos, de cómo se puede hacer todo para poder sobrevivir y seguir escribiendo… y de por qué agradece que Paulo Coelho venda tanto, si eso le permite a él hacer lo que le gusta.
Entrevista publicada en www.elfaro.net, por Diego Murcia y Rodrigo Baires Quezada, el 4 de diciembre de 2009.
Su último día en El Salvador, el ganador del premio Alfaguara Novela 2009 lo utilizó para caminar por el centro de San Salvador. En jeans y camiseta, andaba investigando para su próximo libro, uno de crónicas de viajes aprovechando la gira por 19 países para promocionar su novela “El viajero del siglo”. Es ese próximo libro el que le preocupa… Ese y los otros que tiene en mente y para los que ahora irónicamente él, que se llama escritor y que por oficio decidió escribir, no tiene tiempo alguno. En estos días, Andrés Neuman, nacido en Argentina y nacionalizado español, solo ha tenido tiempo para viajar, para hablar y para promocionar su novela. Y él lo aprovecha porque sabe que su fama es un instante que durará solo hasta cuando se anuncie el próximo ganador del premio. Y con El Faro, entre otras cosas, habló de eso. La plática se extendió por casi dos horas entre anécdotas de viejas historias contadas y de sueños de nuevas generaciones de escritores latinoamericanos, que se intercalaban con reflexiones sobre la literatura masiva de moda, la industria editorial y la necesidad de escribir como si de un vicio se tratara. De esto último hay mucho en Neuman, quien a sus 32 años ha escrito mucho. “La cantidad no tiene nada que ver con el público, sino que tiene que ver con el ritmo interior. Es una cuestión de ritmo cardíaco”, dice. En su caso, si existe esa caracterización, él sería un escritor del tipo taquicárdico pero siempre alejado del best seller.
Una pregunta de palo: ¿cuándo descubriste tu vocación de escritor?
No sé, tenía nueve o 10 años, más o menos. Empecé a escribir sin darme cuenta y, por supuesto, sin saber que eso podía ser un oficio. Era una necesidad personal de contar historias, no necesariamente ciertas o reales. Incluso, te diría que prefería las imaginarias. Me divertía la posibilidad de contar no solo lo que me había pasado, sino lo que no me había pasado, lo que podría pasarme, lo que deseaba que me pasase o lo que temía que pudiera pasarme. Todo ese conjunto de hechos reales, imaginarios, temidos y deseados, formaba parte de mi narrativa cotidiana. Me decían “¿qué tal estás?", y de niño contestaba no lo que me había ocurrido sino cualquier otra cosa. Encontraba un gran placer en dar respuestas falsas.
¿Eso no se llama mitomanía?
Sí, lo podes llamar mitómano. Pero depende, porque puede ser un caso de imbecilidad profunda o mitomanía… Lo que si no era es hipocresía. Daba por sentado que esas historias eran mentira y no me importaba. Lo que me gustaba era escuchar la historia que se me iba ocurriendo. Un tiempo después empecé a leer y me di cuenta de que había señores que trabajan de eso. Entonces, dije: “Esto puede ser un oficio maravilloso”. Creo que la literatura es verdad en el sentido de su repercusión en la realidad. O sea, lo que cuentas puede no ser verdad pero influye en la realidad.
Tu madre habrá sufrido mucho con las historias inventadas.
Sí, sufría porque muchas veces estas historias eran sangrientas. Curiosamente, quizás porque ya había escrito mucha literatura sangrienta cuando era adolescente, de esto ya no hay en la literatura que hago ahora. Digamos que no evito escribir de violencia, pero me cuesta… Como la literatura es real, aunque cuente algo falso, no me gusta escribir una literatura impunemente violenta. Hasta el día de hoy, cuando tengo que matar un personaje -que a veces lo hago-, lo lamento. Pero cuando era adolescente disfrutaba mucho matando a todos los personajes que podía. En ese momento, mi madre, que era una delicada violinista, se preocupó mucho y creyó que había tenido un hijo sicópata. Y, poco a poco, las historias se fueron tranquilizando sin saber yo por qué. Pero desde el principio sentía que había una utilidad muy fuerte de cada fantasía que narraba en lo real. Me di cuenta de que escribir era un instrumento de realidad y no, como suelen decir, de evasión. Sentía que escribiendo modificaba y mejoraba mi relación con la realidad. Entonces, fue un vicio temprano, como quien descubre las drogas a los 10 años.
¿Y en la vida real te considerás un mentiroso?
No, me considero un narrador, lo cual incluye la posibilidad de poder trabajar con la mentira, a la que prefiero llamar ficción. La mentira es algo que se cuenta a sabiendas de que no es verdad para obtener algo o para manipular algún tipo de situación.
¿Nunca has mentido?
¡Por supuesto que sí, cantidad de veces! Pero también tú.
Ja, ja, ja.
Uno miente en cuanto a ser persona y no por ser escritor. El ser humano es mentiroso. La ficción es un ser elevado de la mentira que busca trascender la anécdota verdadera para alcanzar otro tipo de verdad, que puede ser alegórica, metafórica, etcétera. Como escritor procuro no ser un mentiroso, lo cual no quiere decir que no invente. Si narras algo que siempre has deseado... ¿qué hay más verdadero que un deseo recurrente, por ejemplo? Si escribes tu peor temor, algo que nunca te ha ocurrido, ¿cómo no va a ser verdad?
Y hablando de eso, ¿a qué le temés?
A muchas cosas, como todo el mundo. Los que dicen que no tienen miedo, me da la sensación de que en cualquier momento pueden agarrar una ametralladora y pegarte un tiro. Una persona sensible le tiene que tener miedo a muchas cosas y, en mi caso, es a la enfermedad y a la muerte prematura.
¿Eso es por lo vivido recientemente en el caso de tu madre, quien murió mientras hacías esta última novela?
Lo de mi madre acentuó ese miedo. ¡Me parece tan posible caernos muertos en este mismo instante! Toco madera. Me parece tan fácil morirse y, encima de todo, nunca he tenido un dios que me redima, me premie o nada. Como voy solito por la vida con esta vida frágil y poquita cosa que llevo, me parece tan fácil perderla y sé que cuando muera nadie me va a recompensar por nada. Eso siempre me ha dado miedo.
¿Y eso por qué?
Cuando era muy niño, casi un bebé, secuestraron a mi tía; cuando estaba en la escuela, un compañero se cayó de un techo y se murió; cuando era adolescente, mi abuelo se suicidó; después, cuando tenía 22 años, después que acababa de publicar mi primera novela, mi padre tuvo un infarto y recuerdo perfectamente el momento en que las enfermeras me entregaban una bolsa de basura con los zapatos y la ropa de él, así como si fuera una entrega de despojos; y después, mi madre muere. Esos son algunos de los hitos en los que la vida me recordó -y a todo el mundo le pasa- que somos exageradamente mortales. Y es desde esa conciencia, aunque el tema no sea la muerte, desde la que escribo.
¿Recordás lo primero que escribiste?
No te podría decir. Escribo prácticamente de toda la vida, aún sin esa conciencia profesional, lo que no significa que el resultado no haya sido igual de ridículo y lamentable como los de cualquier niño. Uno de los primeros cuentos que recuerdo haber pasado a máquina, haber mostrado a otra gente y luego corregido, y que claramente era un plagio de Edgar Allan Poe -como otros tantos textos de esa época que hacía- era una historia de un tipo que no podía escribir la palabra muerte, que cada vez que escribía “muerte” o el verbo “morir” dejaba un espacio en blanco y seguía. Entonces, dejó un testamento lleno de espacios en blanco. Ese cuento no fue el primero, pero sí uno de los primeros. Tendría unos 11 años. De esa misma época era uno de un tipo que se miraba al espejo y no advertía que quedaba clonado. Y esos clones se volvían a ver al espejo y la ciudad se llenaba de clones que cometían crímenes. Eran un montón de otros yo que cometían crímenes en la ciudad hasta que lo asesinaban a él. Eso también tenía mucho que ver con Poe y William Wilson. Antes de eso, recuerdo haber escrito cómics, canciones, novelas de espionaje completamente absurdas y novelitas al estilo “elige tu propia aventura”, como juegos de rol analógicos en los cuales uno elegía opciones y el libro tenía varios caminos y varios finales. Y no sé cuál fue el primero y no importa porque tenemos mitificado “las primeras veces que”. No importa cuál fue el primero, lo importante es el último.
Un relato tuyo, incluido en la antología “Otras voces”, te mereció ganar el concurso literario “Los Nuevos de Alfaguara”, en 1995.
Esa era una convocatoria para estudiantes de toda España y los ganadores salían en un volumen que editaba Alfaguara. Lo hicieron durante mucho tiempo y publicaban como 10 cuentos de chicos de 14, 15, 16 ó 17 años, y el premio era figurar en esa antología en la colección juvenil de Alfaguara y del que no salió casi ningún escritor después, con excepción mía y de Espido Freire, que fue premio Planeta 1999 por “Melocotones helados”. Participé, fui uno de los ganadores hace como 17 años… Y es más, en mi pura ingenuidad, después de ganar, mandé a Alfaguara un libro de cuentos, un libro ilegible que merecía ser rechazado. Nadie me contestó nunca y ese fue el final de mi relación con esta editorial hasta 15 años después, cuando gano este último premio.
¿El primer premio consistía solo en publicar?
No, te daban una pequeña cantidad de dinero que, para un chico de 17 años, era mucho dinero. Eran 100 mil pesetas que ahora serán, qué sé yo, uno 600 euros.
¡Mucha plata en manos de un chico!
Era mucho y recuerdo haber dosificado esa plata en dos años. Hice dos cosas con ese dinero. La primera, comprarme muchos libros e invitar a las que por entonces eran mis novias al cine, a cenar y todo eso…
… ¿Tus novias?
No, sucesivas novias. No me duraban mucho. Y con lo que sobró, como tenía mitificado el ritual de la escritura porque era un adolescente romántico y, por lo tanto, cursi, cuando terminé el bachillerato me fui a un centro de retiro espiritual budista para intentar escribir mi primera novela seria. Era un lugar muy famoso en Granada, España, que se llamaba O Sel Ling –que creo que en tibetano significa “Rayo de sol”- y donde el Dalai Lama había elegido al hijo de los dueños como una de una de sus teóricas reencarnaciones. Cuando me quedaban unas 30 mil pesetas, alquilé la cabaña del Lama por un mes y me pasé escribiendo a la luz de las velas, comiendo una comida vegetariana macrobiótica horrible que me daba diarrea y por vecino tuve a un tipo que tenía un voto de silencio. Así me pasé un mes, medio escribí el borrador de esa novela, que tenía un nombre realmente inverosímil: “Mi alfabeto, mis sinónimos y un espejo”. Era intolerable el título. Nunca se publicó ni se publicará nunca porque, por suerte para mí y para la literatura, la quemé.
¿Ya pensabas que se podía vivir de la literatura?
¿En ese momento? No, por supuesto que no. En ese momento suponía que terminaría siendo profesor de algo o qué sé yo. En ese momento trabajé de varias cosas: de modelador de yeso, entrenador de fútbol de niños –categoría alevín, niños de nueve o 10 años-, profesor particular de latín, heladero y hasta dar unos años clases de literatura hispanoamericana en la Universidad de Granada, hasta que tuve la muy buena idea de renunciar.
¿Renunciar?
Sí, porque tuve la muy buena idea de escribir una novela y sentí que era mi última oportunidad para arriesgarlo todo. Tenía 26 años, no tenía hijos, no comía demasiado y si no arriesgaba en ese momento no lo haría nunca. Dejé el trabajo y me dediqué a escribir esa novela haciendo toda clase de trabajos free lance, sobre todo en prensa escrita, hasta terminarla. Esta novela sí me dio dinero. Pero cuando la empecé, nada de nada. Así, la idea de poder vivir de la literatura me surgió muchísimo después de saber que esta era mi vocación. Fuera lo que fuera mi trabajo, iba a escribir. Y si podía vivir de eso, mucho mejor.
¿Vivir de la poesía, del relato corto o de la novela?
De lo que se pudiera. Roberto Bolaño mal vivió, como es ya célebre, de concursos de cuentos en España, que los hay muchos. Pero no participé en muchos concursos de cuentos, pero la idea era que si tenía una novela tratar de mandarla a un concurso. El dinero que he ganado de la literatura casi siempre ha sido por esa vía.
¿Y las regalías?
No, presentando a concurso las novelas que tuviera. Tengo libros de novelas, de aforismos, de todo… Y todos esos nunca han ganando dinero. Y las novelas que he escrito tampoco son para ganar dinero. La idea era escribir un libro sobreviviendo de lo que se pudiera, presentarlo a un concurso, y si ganaba, bien, si no, a seguir trabajando. Está perfectamente dispuesto a escribir y trabajar de otra cosa. Pero en los últimos años se me presentó la oportunidad de trabajar de free lance para periódicos. Y hace años que hago artículos, reseñas, reportajes, crónicas, prólogos, conferencias, plancho camisas, lo que sea. Y ahora, con el premio Alfaguara, pretendo hacer menos de esos trabajos y, teóricamente, estar más cerca de la tranquilidad para poder escribir, que es lo que menos he hecho en este año.
Me imagino que no tendrás tiempo para trabajar con una gira de 19 países.
Bueno, digamos que es un privilegio si sobrevives. Y está bien porque ves tus libros en esos países y eso es un gran milagro. La gira te desespera porque tienen que hablar tanto de lo que escribiste que no puedes escribir lo siguiente. Entonces, te sientes un impostor o un farsante porque no puedes estar durante seis meses fingiendo que eres un escritor mientras no escribes.
¿Qué preferís escribir: cuentos, poesías o novelas?
No prefiero ninguno. La idea es tenerlos presentes a todos mientras escribes. No creo en una página que pertenezca a un solo género. Creo que hay libros con géneros predominantes, no exclusivos. Un texto es más bien narrativo, más bien poético, más bien teatral, pero ninguna buena novela deja de contener poesía, capítulos concebidos como cuentos, diálogos que parecen teatrales y mensajes ensayísticos. Ningún poema deja de ser implícitamente narrativo, deja de tener una voz que es un personaje… No creo en la división entre géneros, a mí me gusta, más bien, la contaminación entre géneros. Nunca escribo en una página con la intención de excluir a todos los demás sino, más bien, teniéndolos presentes en mayor o menor medida. La escritura es una mesa con cuatro patas: novela, cuento, poesía y ensayo. Si retiro una de las patas, la mesa se cae.
¿Qué pasa con el periodismo, que para algunos escritores es difícil no traspasar la línea entre lo periodístico y la narrativa?
La pregunta es dónde está esa línea, dónde la podemos trazar. Quién es capaz de decir en una buena crónica dónde termina el periodismo y donde empieza la literatura. En una novela de contenido político, ¿dónde empieza lo periodístico y dónde termina lo narrativo? Me parece que la premisa es escribir bien. No todos los escritores y los periodistas escriben bien. Desde el respeto por el lenguaje, la exigencia en la prosa y la emoción poética ya se hable de una manzana o de una dictadura, hay una muy interesante influencia entre el periodismo y la narrativa. De hecho, muchos grandes escritores fueron periodistas: Truman Capote, Ernest Hemingway y Gabriel García Márquez, hay muchos ejemplos clásicos al respecto. Creo que desde el siglo XIX la contaminación entre literatura y periodismo es imparable. Me hace gracia que digan que este es un fenómeno postmoderno. Los novelistas del XIX entregaban sus novelas en los diarios. Y los grandes periodistas de ese siglo eran todos narradores y eso se continúa en el siglo XXI.
Y vos, escribiendo para periódicos, ¿sos más escritor que periodista?
Soy un escritor que cada vez ha aprendido más de la escritura en prensa hasta sentir que soy un poco mejor escritor por escribir ahí. Y creo que puedo tratar de hacer algo raro o distinto en prensa porque soy escritor. Respeto el oficio de periodista pero creo en el intrusismo bien entendido, porque algunos de los mejores periodistas de la historia no eran periodistas de carrera. Al igual que los mejores escritores de la historia no tienen que haber estudiado filología, como yo estudié. García Lorca estudió derecho y Borges, nada. Igual que el oficio de periodista se puede aprender desde la literatura, ésta se puede aprender desde cualquier profesión.
¿Dices que hay que ser académico?
No, lo que hay que tener es práctica. Para tener una buena novela hay que haber escrito muchos borradores y muchas novelas; para tener un buen artículo hay que haber hecho 100 malos artículos antes, pero no el haber estudiado en la universidad. En la universidad nunca se aprende ningún oficio.
Pero se aprenden herramientas técnicas.
Sí, pero que no te sirven para una mierda a la hora de hacer un reportaje en una favela brasileña. Ahí tienes que aprender a preguntar de nuevo, a camuflarte, a observar, a desaparecer, a que no te maten… Aprender cuál es la parte oficial ya contada y cuál es el lugar donde hay que estar para contarla de diferente manera. Eso no te lo enseñan en la universidad; como no te enseñan en una facultad de letras a construir un personaje ni a corregir un texto, ni a contar un cuento… Eso se aprende escribiendo. Ahora, para no desesperarme, estoy escribiendo un libro que será la crónica de esta gira. Voy con unas libretitas escribiendo y cuando terminé la primera parte de la gira, pasé todo en limpio y me di cuenta de que era un libro. Se lo mostré a la editorial, les entusiasmó la idea y en esta segunda parte de la gira he continuado escribiendo. Será un libro que sale en mayo que se titulará “Cómo viajar sin ver”, donde cuento lo poco que te dejan ver en cada país cuando, en teoría, no tienes tiempo para ver nada.
¿Y de qué va?
De una comparativa de aviones, hoteles, aeropuertos, taxistas… Esta comparativa de estos espacios aparentemente globalizados y homogéneos es sorprendente porque se puede leer en ellos a los países. Por ejemplo, estamos en este hotel y enfrente está la embajada de los Estados Unidos, hay unas ruinas arqueológicas que a nadie le importó devastarlas para construir, hay un mal y una comunidad marginal. Si leemos la historia urbanística de este hotel puedo tratar de entender la ciudad sin salir del hotel. Bueno, he hecho preguntas, he buscado en internet y es una forma de viajar. O sea, me he dedicado al género de la crónica todo el año.
Este premio te cambió la vida drásticamente, tanto que creo que la gente te está viendo como una estrella del rock. ¿Te sentís cómodo con ello?
Me siento cómodo porque me parece una farsa que en ningún momento me la creo. A mí lo que me interesa es el libro. Para difundirlo hay que hacer una gira que efectivamente parece una gira de rock. Esta tiene, para mí, como único objetivo respetable que el libro llegue a lectores de países donde nunca han estado ni mis libros ni yo. Ese fin me parece legítimo y me parece el objetivo de todo escritor. Si para conseguir ese fin hay que hacer payasadas durante seis meses, se hacen. Pero una cosa es hacerla y otra es pensar que tu persona tiene algo que ver con eso.
¿Qué payasadas has hecho?
Digo, el estar hablando con ustedes…
¡Gracias! Ja, ja, ja.
Ja, ja, ja. No lo digo por ustedes, sino por el rol que estoy ejerciendo en este momento. Voy a dar 10 entrevistas seguidas en la Feria del Libro de Guadalajara, en México. ¿Tengo tanto para decir? No, pero como soy el premio Alfaguara, se supone que hay 10 medios de comunicación por día interesados en mis pensamientos que son más o menos igual de imbéciles que los de cualquiera. Uno trata de ejercer ese rol hiperpúblico mientras dura. Santiago Roncagliolo -Premio Alfaguara de Novela 2006 por “Abril rojo”- decía que somos míster Alfaguara. Entonces, durante un año ejerces de Míster Alfaguara, desfilas en traje de baño, te vistes de azafata… Y durante esos meses, uno hace la payasada, que no tiene nada que ver con la labor diaria del escritor que escribe en chancletas, y confío en que el libro se difunda. Y, de hecho, se difunde. Y después uno vuelve a la normalidad. ¿Me ha cambiado la vida? No, es un paréntesis hipermediático en mi trabajo diario. Es un privilegio pero es una impostura que tiene caducidad. En cuanto se anuncie el próximo premio Alfaguara, quedaré con las manos libres para volver a escribir. Mientras tanto, ironizo y me divierto. No te pienses que ustedes están aquí por mí, les interesa quien ganó y si fuera otro, estarían con ese otro.
¿Un premio te hace mejor escritor que otros?
Sabes perfectamente que no…
… Si yo le preguntara a Paulo Coelho…
… Primero, que Coelho nunca ganará el premio Alfaguara y cruzo los dedos para que sea así siempre. Tenemos la suerte de que Coelho no escribe en español, de modo que no puede concurrir al premio Alfaguara. Pero además, él no necesita ningún premio para vender millones. Hay dos posturas dogmáticas sobre los premios. Las dos me parecen que no explican nada. Una está en creer que un libro es bueno porque ha ganado un premio y cualquier lector de librería sabe que no es así. Hay un montón de libros premiados que son lamentables y otras veces son grandes libros. La otra postura es que si se gana un premio es lectura barata y vendida. Propongo un ejercicio: hay que leer el libro para distinguir entre uno radicalmente comercial y otro que trata de ser literario.
Decís que la misión más honesta de un escritor es aprender a escribir en cada libro. ¿Qué opinás de los autores de maquila, esos que tienen una maqueta ya determinada y que producen libros casi como si fuera una planta en serie y para colmo sale un best seller?
Para colmo, no. Están hechos para ser best sellers. No me parece mal pero no hay que confundirlos con literatura. Tienen que haber libros de esos. Es más, las librerías y las editoriales dependen de esos libros al igual que los cines dependen de las grandes películas taquilleras para sobrevivir. Y esas películas existen para que de vez en cuando veamos una buena película. Así, la industria editorial depende de los best sellers. Lo inquietante y malo es cuando un suplemento cultural de prestigio, cuando una institución académica, la crítica especializada y los lectores exigentes empiezan a prestarle su atención literaria a esos libros que tienen otra función. No se puede comparar a Dan Brown con Roberto Bolaño porque no cumplen funciones parecidas y sin embargo los dos venden bastante en este momento.
Tom Clancy, Paulo Coelho…
… ¡García Márquez es un best seller, y Coello, también! Festejemos que hay diversidad en las librerías porque creo que la literatura es un ecosistema. Lo que no hay que hacer es confundir a los insectos con las águilas. No hay que tirarse de los pelos porque hay literatura masiva. Lo que hay que tener claro es que hay distintas clases de literatura.
A mí me ofende, en lo personal, cuando me dicen que les gusta la literatura y me citan a Coelho.
Pero no debe de ofender. Son distintas clases de lectores y espectadores. Es decir, Jean-Claude van Damme hacía cine; Ingmar Bergman, también. Hay gente a la que le interesa el primero, paga su entrada o alquila su película y sostiene a la industria para que después uno venga y se compre la serie completa de Woddy Allen, que nunca va a salvar ningún cine. No hay que ofenderse, ¡basta con cambiar de tema!
Todos tenemos pecadillos, ¿tenés algún favorito en la literatura de ocio?
Tampoco seamos esnobs. Me considero un lector de literatura literaria y un espectador del que le gusta el buen cine, pero todos hemos visto películas idiotas, alguna romántica de esas, las de acción o un thriller barato. Eso no nos incapacita para admirar a Orson Welles. Así, no veo por qué no leer una novela de Stieg Larson y, al día siguiente, releer a Rainer Maria Rilke. ¿Mi pecadillo? En realidad tengo más pecadillos cinematográficos que literarios. Soy más selectivo con lo que leo que con las películas que veo. Esto porque creo que puedo gastar 90 minutos en una película por diversión, pero con un libro es más tiempo. Una vez leí un libro de Coelho, “El Alquimista”, y me gustó porque la verdad no paré de reír en toda la novela. Me pareció una obra maestra de la comicidad. Esa es una de las novelas más divertidas que he leído en toda mi vida.
¡Creo que no era la intención de Coelho!
¡Claro! La intención de él quizás era conmoverte y aleccionarte. A mí me pareció una obra maestra de la literatura cómica. Pero no volví a leerlo, pero no desde la indignación sino que no me da curiosidad hacerlo. Pero insisto, me parece bien que la gente lo lea porque sé que por cada 10 ó 20 libros que él vende, yo vendo uno. El librero prefiere a Coelho que a mí. Pero si gracias a él puede haber un estante con mis libros de poesía, le estoy agradecido a Coelho. Lo que no voy a hacer es perder el tiempo leyéndolo.
Cuatro novelas, tres libros de cuentos y más de poesía. Ser un autor tan prolífico, a tan corta edad, ¿no supone una presión extra de los lectores? ¿No supone tener que responder a ese “¡quiero más!”?
Pero la cantidad no tiene nada que ver con el público, sino que tiene que ver con el ritmo interior. Es una cuestión de ritmo cardíaco. Hay modelos de escritor de obra escasa y lenta.
¡Bradicárdicos!
Claro. Está el modelo Juan Rulfo, que escribió dos libros, cambió la historia y guardó silencio. Y está el modelo Borges quien, anciano, publicó un libro por año hasta el año de su muerte y a nadie se le ocurrió venderse al mercado. Él era un viejo que necesitaba seguir escribiendo. Rulfo escribió “Pedro Páramo” y “El llano en llamas” y le pareció que no necesitaba escribir nada más. Está el modelo Goethe, que escribió “Fausto” con 80 años y había escrito ensayos, relatos, poemas, novelas, memorias… su obra poética parece una enciclopedia de un montón de tomos. ¿Eran por eso escritores masivos que escribían como quien hace churros? No, eran escritores que si no escribían horas al día se sentían mal. Esa es una patología como cualquier otra. Yo participo de esa patología de escribir mucho porque si no, me pongo nervioso. Y la consecuencia natural de escribir mucho es publicar más, y eso no te hace ni mejor ni peor escritor, sino una clase de enfermo.
¿Una enfermedad que te ayuda a pagar tus facturas?
No, eso también es un mito, amigo mío. ¿Crees de verdad que pago mis facturas de la luz con mis libros de poesía, de aforismos, de cuentos o novelas? Las cuentas de la luz las pago con lo mismo que las pagaría de escribir o no libros de poemas. Mis cuentas, hasta el premio Alfaguara, las pago con trabajos parecidos a los que haces tú. Si escribo mucho es porque lo necesito, no porque creía que iba a haber un editor que me iba a dar un coche. En realidad, salvo en la literatura de consumo masivo y a pesar de que nos encanta que nos paguen, nadie escribe porque le vayan a pagar. La mayor parte de mis libros no se ha vendido bien, salvo algunas de mis novelas. ¡Me encanta que se vendan pero no fueron escritos para eso! Además, es una idea disparatada escribir durante seis años, como fue en el caso de esta, pensando en que vas a ganar dinero. En seis años tenés suficiente tiempo para morirte de hambre.
Ja, ja, ja.
Me preguntan si escribo mucho porque los lectores están esperando mis libros, no. Al contrario, pienso que me da vergüenza publicar tanto porque los pobres lectores se van a cansar de mí. Cuando viene alguien con un libro de poesía o aforismos que he publicado me pregunto por qué habrá comprado eso cuando hay tantos libros que comprar. Me emociona y me resulta raro que elijan un libro mío. Por eso, escribir no tiene nada que ver con la presión de los lectores.
¿Y de los editores?
Muchísimo menos. Los editores de hoy en día, a menos que seas Dan Brown –a quien no envidio el pellejo pero sí su cuenta bancaria- están deseando que no entregues un nuevo manuscrito porque tienen una cola de autores a la espera.
¿Y los críticos, que también forman parte de esta cadena alimenticia de la literatura?
Bueno, esos a veces son parte de la digestión y, a veces, de la evacuación. Pero ahora cumplen una función más porque, en un tiempo de hiperabundancia e hiperinformación, una buena crítica es más importante que antes. Y ahora esta ya no está solo en los diarios y la vemos en la web.
¿Y en los blogs?
Buenos, sí, aunque hay un montón de blogs que son de idiotas y algunos de gente muy inteligente. Con eso se reproduce el mecanismo de selección de los suplementos clásicos. Antes se leía a tal o cual crítico porque confiaba que este, como no podemos leer todas las novelas de las librerías, daba una buena visión de un libro. Ahora, como los medios de comunicación tradicionales son limitados y a veces tendenciosos, uno puede consultar el blog en el que confía. Y es que uno necesita una guía y un territorio de debate especializado porque, como decía Carlos García Gual, vivimos en la época de “los demasiados libros”. Y en esta época se necesita opiniones y guías con las que cribar estos libros. Así, la crítica es más importante que antes.
Emigraste a España a los 14 años. Si no hubieras salido de tu natal Argentina, de esta América Latina, ¿Andrés Neuman sería el escritor y el poeta que es hoy? ¿Serías escritor y poeta, a secas?
No, pero tampoco sería la misma persona ni el mismo hijo, ni el mismo hermano, ni la misma pareja. La migración transforma al ser humano completo. Después, eso tiene una repercusión literaria.
La migración es algo cotidiano para los artistas latinoamericanos.
Sí, en realidad el mundo está en una migración perpetua. Es una especie de mecanismo de reciclaje permanente. No hay ningún país que esté quieto a lo largo de su historia.
Pero en el caso de los artistas, y específicamente de los escritores, en nuestro país existen muy pocas oportunidades de publicar y pareciera ser que el autoexilio es una parte importante de hacer algo.
Sí, te entiendo. Lo que quiero decir es que los países que llamamos ricos o primermundistas, que es una expresión atroz, también tuvieron sus exilios y no hay un país cuya cultura no esté hecha con base en migraciones. Por ejemplo, Argentina recibió mucha gente de todo el mundo por años, y desde hace tres décadas, por desgracia, es una fuente de emigrantes. Yo soy una minúscula parte de ese fenómeno que afecta a casi todo el planeta. La edad a la que emigras también es importante. No es lo mismo la persona que emigra o se exilia a una edad adulta que una persona que emigró de niño, que somos un caso más parecido a las segundas generaciones.
La llamada generación 1.5, esa que tiene un poco de su país y del nuevo, donde vive ahora...
Sí, y ahí tienes la segunda generación que, en el caso de los países latinoamericanos es España, fueron educados en sus casas como latinos y fueron educados en los colegios como españoles, como europeos. Esa gente híbrida desde la base no es gente que tuvo que aprender o educarse en otro país, es gente que se educó de forma híbrida. Eso en Francia, Estados Unidos o en Gran Bretaña pasa desde hace mucho tiempo y ahora lo estamos viendo en España. El fenómeno español es interesante porque no existe un cambio de lengua. En Estados Unidos, por ejemplo, eran migrantes italianos, polacos o latinoamericanos, o de dónde sean, que empezaron a pensar en inglés y tuvieron que traducir su cultura. En España es un fenómeno más sutil porque ocurre dentro de nuestra propia lengua. Yo digo que es un proceso de aprender nuestra lengua materna como si fuéramos extranjeros. Esta generación ya está escribiendo y, para mí, va a transformar la literatura de las dos orillas: va a arrojar una mirada extranjera sobre el país de origen de sus padres y también tendrá una mirada perturbada o extraña del país donde nacieron. Esos escritores híbridos me interesan y estoy deseando escucharlos porque creo que mi caso se parece más al de ellos que al tipo que a cierta edad emigró por razones tristes y violentas, a veces o, en otros casos, por económicas y personales.
¿Más de la segunda generación?
Sí, pongamos a escritores como Santiago Roncagliolo, Juan Gabriel Vásquez o Rodrigo Fresán, que en un momento dado se fueron a otro país. Pero yo me siento mucho más hermano de los hijos de latinoamericanos que nacieron en España. Hice la escuela en los dos países, me acuerdo de Argentina pero también tuve una infancia en España. Entonces, no sé bien quién soy y desde ese desconocimiento escribo. Me preguntabas si cambió mi literatura, ¡sí claro, pero porque cambió todo lo demás! Cambió mi idea de la lengua, también, y eso me hizo tener una visión extranjera de ella.
Vos fuiste uno de los 39 escritores que se reunieron en Bogotá 39, donde también estaban Claudia Hernández, escritora salvadoreña…
… Claro, alguien que me parece una narradora excelente y una mujer inteligentísima.
No sé si me equivoco con esta percepción, pero este grupo se vendió como una nueva generación de talentos de la región, así como lo fue el boom latinoamericano en los años 60s y 70s. ¿Realmente existe esta generación como un movimiento?
No, había muchas diferencias por suerte, porque eso puede generar algo nuevo. No éramos una corriente porque no nos reunimos, nos reunieron. No escribimos un manifiesto y no éramos gente afín que se juntó para defender una idea estética o política. Fue un jurado de escritores, periodistas, agentes y editores que votó y eligió con más o menos justicia. Podían haber sido otros 39 escritores. Pero los que fuimos seleccionados, ni lo sabíamos. Yo no sabía que se estaba haciendo esa selección y la mayoría de nosotros no nos conocíamos.
¿A nadie?
Conocía a ocho o 10 de ellos. A la mayoría, no, y a muchos no los había leído en mi vida. Eso fue un fiel reflejo de una realidad generacional: una generación atomizada, dispersa y ecléctica que desconfía mucho de los manifiestos y de las ideas unánimes, quizás porque esa fue un poco la forma de encarar la literatura y la política de las generaciones anteriores.
¿Qué podría describir ahora a los escritores latinoamericanos bajo un mismo movimiento? ¿La migración? ¿La globalización?
Sería una literatura fronteriza y nómada que desconfía de los manifiestos estéticos y ya no digamos de los manifiestos políticos. Creo que es una generación mayoritariamente de izquierda pero que desconfía mucho de las plataformas militantes comunistas, que eran agrupaciones que defendían esa idea de todo dentro del partido de la revolución y nada fuera de él. Esa idea de que eras un traidor si no suscribías unas premisas o un manifiesto y que convirtió un proyecto de izquierda en un proyecto autoritario. Entonces, a pesar de que nos definimos la mayoría como gente de izquierda, creo que mi generación no quiere hacer eso ni política ni estéticamente. Entonces, hablo de una izquierda atomizada y escéptica que busca su camino de una forma individual y si se agrupa lo hace con la intención de no suscribir un manifiesto sagrado o una biblia laica. Eso se traslada en la forma de escribir. Cuando nos dicen que proponemos, bueno, que no haya manifiestos que tengamos que suscribir. Además, el modelo de escritor del boom por otra parte tenía narradores extraordinarios. Nadie aquí está intentando escribir mejor que Vargas Llosa, que Donoso o García Márquez, pero sí escribir la realidad que estamos viviendo. Y la idea que tenemos ahora no tiene nada que ver con la que ellos tenían. Y ellos, en cierto modo querían reencarnar una cierta esencia nacional o continental. Ahora, esa concepción ya no existe, ahora estamos en la periferia socioeconómica de occidente y eso te da un punto de vista diferente. Un punto de vista que inauguró Borges: soy argentino, soy latinoamericano y, por lo tanto, puedo ser inglés, árabe o francés. Y ese desprejuicio me parece bueno.
¿Pero tenían puntos en común?
Vivir en el extranjero, viajar mucho por el extranjero o conectarse mucho con culturas extranjeras. También, por primera vez en la historia se consideró literatura latinoamericana a la literatura en otra lengua. Daniel Alarcón, hijo de peruanos inmigrantes, que estudió como norteamericano y escribe en inglés, es un escritor híbrido que me encanta. Junot Díaz, dominicano, que pertenece a la literatura dominicana y estadounidense a la vez. Dos de nosotros, de los de Bogotá 39, ni siquiera escribían en español y eso hubiera sido imposible en la época del boom.
Bueno, cualquier cosa que olía a Estados Unidos ya era pecado.
Sí, era pecado. Pero ahora no importa dónde vives o en qué lengua escribes. Lo que sí creo que es importante e irrenunciable es el vínculo familiar que tiene que ver con un hogar y con América Latina. A partir de ahí, dónde te fuiste o dónde estudiaste, creo que no importa. Otra cosa que noté en Bogotá 39 y que en la época del boom no había tanto era la relación con la poesía. Si se piensa en el boom siempre se menciona narradores a pesar de que había grandes poetas en esa generación, como German Pardo o Gonzalo Rojas. Y en Bogotá 39, aunque todo estaba pensado para hablar de narrativa, terminamos hablando de poesía. Algo tendría que ver la influencia de Bolaño, que es un narrador que habla de poesía. Esa es una pequeña importante novedad: ocho o 10 de nosotros somos poetas y echamos en falta que no se eligiera a poetas. Además nos interesó revisar el canon del boom. Nadie puede discutir que Vargas Llosa y García Márquez son grandes narradores, pero por ahí me interesa más Manuel Puig, su visión pop de la escritura, su experimentación en la mezcla y la influencia de los medios de comunicación. Hace 30 años nadie consideraba a Puig como uno de los grandes narradores de este movimiento. Ahora, me parece que sí lo es. Entonces es una forma de releer al boom, agradecerles lo que hicieron y, con todo respeto, cambiar de tema.
¿Qué sigue después de este libro de crónicas y esta gira?
Y, bueno, meterme a mi casa, cerrar con llave, apagar las luces, encender una lámpara de mesa y volver, por fin, a escribir de nuevo.
Vacaciones, ¿no?
No me interesan. No me gustan las vacaciones, me aburren. Para mí, descansar es trabajar en lo que quiero. Me cansa el no escribir. Cuando me voy de vacaciones escribo, pero en el lugar que quiero y sin que nadie me interrumpa. Ese es el ideal de vacaciones para mí.
¿Un viajecito a Wanderburgo, la ciudad de tu libro?
¡Es que no he podido salir de ahí! ¡Estoy atrapado en Wanderburgo aún! Me gustaría sentarme a escribir otra novela, una que sea todo lo contrario que “El viajero del siglo”, porque cada nuevo libro es una oportunidad de sentir que no sé y una oportunidad de aprender a escribir. De manera que esta nueva novela no sé cómo va a ser, pero sé cómo no va a ser.
Leí que adelantaste en una entrevista tuya que buscás a un niño como narrador.
Sí, me gustaría que uno de los personajes fuera un niño el que hablase, que no me sirvieran de nada los recursos que ocupé en “El viajero del siglo”, que transcurriera en esta época, que no tuviera nada que ver con Europa… No sé, recuperar esa sensación de que no sé qué estoy haciendo. Y también tengo poemas y cuentos que tengo sueltos por casa y que me gustaría continuar y corregir.
¡Mucho trabajo por delante!
No, supervivencia. Uno de mis miedos es morirme sin antes haber escrito todos los libros que quisiera escribir. Me parece que es necesario contar la historia que uno tiene para contar. Eso puede interesarle o no a alguien después; pero creo, como te diría, en la función biológica o vital de la narrativa. Creo que necesitamos comer, por supuesto, dormir –aunque en mi caso sea poco-, y también la narrativa, que es uno de los productos de primera necesidad.
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