lunes, 25 de mayo de 2009

Las piernas del cartero

Por Daura Andreu

Para Cille.
Para que siempre hayan historias y desayunos.


La maté porque era mía. No quería que ningún hombre la viera. La maté yo, no culpen a nadie más. Discutimos un día de estos y más tarde, por la noche, soñé que me engañaba con el cartero. Al principio, no le di importancia a estas visiones, pero, luego, pasados los días, la vi parada junto a la puerta, recogiendose el pelo con una cola y mirándole las piernas al tipejo ese. No soporté su coquetería. A mí nunca daba esas miradas.


Y yo sentía que la rutina nos iba alejando cada vez más. Hablabamos poco, nos mirabamos a los ojos de vez en cuando y ya no salíamos a dar nuestros paseos vespertinos por la ciudad. Es más, en ocasiones ella se metía en su habitación y no salía de ahí en semanas ni para comer o, si lo hacía, procuraba no encontrarse conmigo en los pasillos. Hace años que nor dormimos en la misma cama. Luego, dejamos de compartir la pasta de dientes, después nos sentabamos a la mesa a comer viendo la televisión, luego, ella se llevó el aparato para su cuarto y me dejó a mí observando su silla vacía y los platos sucios en el lavabo.


Pensé que en algún momento saldríamos de ese hoyo y todo volvería a ser como cuando nos enamoramos. Pensé. Y de tanto pensar, volvían a mi las imágenes del cartero que se paraba en el umbral de la puerta para hablar con ella y entregarle nuestra correspondencia, como si nadie más viviera en esta casa. No sé que tanto le veía en las piernas. Ella sonreía y las mejillas se le ponían rojas. Sé que era un sueño. Sé que solo habían cruzado palabras una vez en la vida. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si ella se había encerrado en su cuarto, con él, aprovechando nuestras distancias? A veces la oía masturbandose por las noches como si tuviera 15 años de nuevo. Pero, ¿quién me da certeza de que no estaba pensando en él en lugar de pensar en mí? O, peor aún, ¿quién me asegura que no eran ellos dos los que estaban revolcandose como cerdos en aquellas sábanas blancas que compró mi madre cuando yo tenía cinco años? Nunca pude averiguarlo, porque cada vez que me acercaba a su cuarto a espiarla, ella se callaba.


¿Qué le veía en las piernas? No entiendo.


Así fueron pasando los días hasta que decidí confrontarla. Hice guardia por dos semanas frente a su puerta. Por fin, el lunes salío de su habitación con un vestido rojo transparente y una toalla amarrada en la cabeza. Aún recorrían sobre su cuerpo algunas gotas de agua de la ducha que se acababa de dar. Se tropezó conmigo, que estaba en el suelo, descansando contra la pared. Me paré y la tomé del brazo. Le grité, le dije que lo había descubierto todo y que sacara al inmundo cartero de su habitación en ese preciso momento. Ella empezó golpearme para que la soltara y me gritaba cosas que no recuerdo. Yo la tiré hacia dentro de la habitación y empecé a revisar los rincones donde se oculta a los amantes. Sabía dónde buscar porque conocía de infedilidades.


Pero no encontré a nadie. Ni siquiera una camisa, un pantalón, una carta... nada.


Ella me gritó, me golpeó la cara con su mano abierta y me escupió en el pecho. Me dijo que estaba harta de mí. Que la dejara en paz. Yo la veía con rabia contenida, con las lágrimas en las mejillas y los dientes quebrándoseme por la impotencia de darle una respuesta. Estaba tan hermosa, los sensenta y cinco años que llevaba encima no parecían ser suyos. Estaba rejuvenecida.


El vestido rojo que llevaba puesto se le había caído un poco de los hombros, dejando ver su piel recién mojada. Sentí mariposas en el estómago y unas ganas urgentes de vomitar ante la idea de que otras manos y otras piernas la poseyeran. Me di la vuelta y salí de su habitación para encerrarme en la mía. Ella quedó ahí, tirada en el piso, desprotegida, con la boca llena de saliva, llorando a mares y balbuceando mi nombre hasta que no pudo pronunciarlo más. Yo me tiré en la cama, de cara al techo y me quedé ahí, escuchando el eco del portazo, saboreando la sangre de su bofetada y pensando en su cuerpo mojado.


Pasaron las horas. La casa quedó a oscuras y llena de silencio. Salí de mi cuarto y pasé por el suyo. Entreabrí su puerta en silencio y la vi llena de sombras. Estaba recostada sobre la cama, abrazando una almohada. Parecía un feto. Se veía tan hermosa. Ella era mía y de nadie más. Fue entonces cuando tomé la decisión.


Fui a la cocina y busqué un cuerda, un machete, un tenedor, un mazo, un cuchillo, veneno para ratas... todo aquello con lo que pudiera quitarle la vida, para que nadie más se la llevara de la mía. Y lo puse todo sobre la mesa y me decidí por el cuchillo. Era pequeño, con dientes de sierra. Manejable. Infalible. Lo tomé con mi mano derecha, lo escondí tras mi espalda y me dirigí hacia su habitación.


Seguía dormida. Me acerqué hasta ella, le di un beso en el hombro desnudo. Ella hizo un pequeño ruido, pero no se despertó. Le dije “te amo” y tomé la otra almohada que estaba junto a ella y se la puse en la cara y le clavé el cuchillo en la espalda, a la altura de los pulmones. Una mancha roja apareció entre el vestido y su piel, acompañada de un grito sofocado. Luego, delicé el cuchillo en diagonal varias veces mientras ella intentaba librarse de mi. Las sábanas blancas se pintaron de rojo. Ella quiso empujarme a un lado, pero, al girarse, lo único que logró fue clavarse aún más el cuchillo. Yo me repuse y me avalancé sobre ella y apreté de nuevo la alhomada contra su cara. Podía escuchar perfecto como gritaba mi nombre y me maldecía. Pero el grito nunca saldría de ahí.


De pronto, entre temblores y arcadas, dejó de moverse.


La batalla me dejó sin fuerzas y me quedé junto a ella. Tenía mis ropas llenas de sangre. Por un momento pensé que era mía, pero no sentía nada extraño en el cuerpo. Cuando me recuperé y pude tomar un segundo aire, hablo de segundos, quité la almohada de su cara, saqué el cuchillo de su espalda y acerqué mi oreja a su pecho. Su corazón aún latía. Yo sabía que esos latidos estaban dedicados a mí, pero no quise dejar duda ni espacio para que alguien más se colara en ellos.


Dedicí terminar el exorcismo de su alma con dos nuevas incisiones, una en su corazón y otra en el cuello, donde le rebané la yugular de extremo a extremo hasta que sus huesos blanquivioletas salieron de su cause. Fue un corte limpio y rápido.


La luna estaba brillante e iluminaba la habitación a travesando las viejas cortinas de algodón de la ventana que daba al jardín. Pude ver mis manos, los dedos y las uñas llenas de sangre. También tenía sangre en el pelo, la camisa, mis rodillas y la boca.


Sentí tanta paz, viendola ahí, boca arriba, sobre la cama, como si nada del mundo pudiera enturbiar su pureza. La misma pureza con la que se entregó a mí cuando nuestros padres murieron y tuvimos que conducir la vida de nuestro hermano menor, que luego saldría huyendo hacia Alemania diciendo disparates de que aquí era un perseguido político.


El reloj de la sala princial repicó diez veces. Yo salí de la habitación y me dirigí hacia la ducha. Llené la tina con agua tibia y la salpiqué con escencias florales. Me quité la ropa y me sumergí hasta la cabeza para quitarme la sangre del cuerpo y resposé en aquel charco rojo hasta que la adrenalina volvió a cero. Luego, me metí en la cama y dormí en paz hasta la mañana siguiente.


Lo primero que hice, después de ponerme aquel vestido floreado que mi hermana nunca me quiso prestar, fue desayunar. Saqué de la alcena una caja de avena y la puse en un plato hondo, la rocié de leche y me senté a la mesa a comer.


Los pájaros cantaban, el sol brillaba, yo estaba radiante y la casa se veía alegre. Luego reparé en todas las cosas que había dejado sobre la mesa. Recordé a mi hermana y empecé a reir y luego a llorar y después ambas cosas. Todo lo que tenía ahora no valía la pena sin ella. Me deprimí. Sé que lo que hice fue por su bien, pero no había reparado en cómo esto me afectaria a mi. Hoy es demasiado tarde.


Por eso he decidido escribir esta nota y declararme culpable de lo que las autoridades, mi familia, los vecinos... ustedes ya han descubierto.


Justo ahora, estoy en los últimos segundos de mi vida. He terminado mi desayuno y he agregado a él un puñado de veneno para ratas. Mi estómago ha empezado a revolverse apenas dándome tiempo para terminar estas líneas que dejo depositadas al pie de la cama, junto a nuestros cadáveres.


No crean que lo que ven tiene algún significado oculto. Solo somos dos personas abrazadas la una a la otra, dándonos una última muestra de cariño, como corresponde a dos ancianas que se aman. Insisto, cómo dice la canción: la maté porque la amaba, la maté porque era mía.



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