martes, 28 de julio de 2009

Alicia en el país de las armas

Llegar al lugar de mi trabajo me toma cerca de 20 minutos. Recorro entre 20 y 25 kilómetros de colonias, centros comerciales y pedigüeños y ese camino siempre está lleno de armas de fuego -eso sin contar los corvos, cuchillos, navajas, hondillas, piedras y perros-que-cuidan-casas que sirven de protección contra la violencia a las personas. La primera arma con la que me topo en las mañanas es con la del vigilante de la colonia, luego paso cerca de tres gasolineras, una veintena de centros comerciales, una decena de bancos, seis farmacias, un periódico... En total, entro en contacto con personas armadas al menos unas treinta veces, y esto sólo yendo de mi casa al trabajo, cuyo vigilante también posee un arma. No es que me den miedo estas personas, pero no puedo ocultar sentir desconfianza de pensar que esas armas han matado, matarán o están matando a alguien en defensa propia o por un mortal descuido. El Salvador es violento por razones económicas. La gente buena debe defenderse de los que viven y se lucran del mal. No recuerdo haber leído en las cara de los firmantes de los Acuerdos de Paz que el cese de fuego tendría que nacer a punta de pistola o de escopeta o rifle o... lo que sea. Eso da miedo.

jueves, 16 de julio de 2009

La cobardía de pegar y salir corriendo

Estoy encabronado. Emputado. Esta semana dos personas fueron atropelladas por conductores del transporte público, que luego de cometer su delito, se dieron a la fuga. No se vale. No es posible que aleguen ignorancia. Les gusta acelerar sus automotores a más de lo permitido por la ley. Claro, como saben que las multas, si quieren las pagan, sino, con el tiempo habrá un tramafaz para que les perdonen a los dueños de las unidades, dichas esquelas. Para colmo, no solo se "pelean via" como quien corre en Indianápolis sino que se meten mariguana o crack para agauntar las jornadas que hacen. Yo no digo que todos lo hagan. Lo que digo es que la mayoría que lo hace, actúa como si vivieran en una realidad a parte. Como si atropellar a una persona indefensa, a un peatón descuidado, fuera comparable a se me derramó el café sobre tu laptop, me voy antes de que te des cuenta de que yo fui el culpable.

Eso es lo que me encabrona. O sea que si huyo de la escena del crímen, eventualmente, todo volverá a la normalidad. Alguien más me dará trabajo. Total, el microbus no era mío. El dueño pondrá a otro y, si tengo suerte, me reubicará en otra línea de sus rutas. ¿Hasta cuándo tendremos que agauntar este tipo de pedantería? Yo por eso, cada vez que sacan la mano, pidiendo la vía en buena onda, me acuerdo de cuántas veces me dejan ir encima el carro cuando yo voy tranquilo en mi carril. Me acuerdo de la vez en que tenía doce años y venía del mercado de hacer compras para mi madre y no me dieron tiempo a que me bajara y el microbus aceleró y me hizo volar por los aires y tuve que salir -adolorido por el golpe- a buscar las verduras entre los carros y la suciedad de la cuneta. Me acuerdo de la vez en que un bus de la 26 se pasó un alto y un motociclista, que no llevaba casco puesto, se estrelló bajo mi ventana y vi como el cráneo se le partía en dos. Me acuerdo que tenía 14 años y me da rabia. Todavía me acuerdo de ese golpe y el ruido del golpe, como quien parte un coco con un corvo. Me acuerdo, además, de las veces en que -en complicidad con los buseros de la 22- unos mareros de la 13 se subían a robar a punta de cuchillo cuando me dirigía a estudiar al Cristóbal. Me acuerdo del musicón que llevan, de las infracciones que cometen, de la inseguridad de sus unidades, de la mala educación de sus conductores, de las sinvergüenzadas de sus cobradores, de sus posters, de sus unidades convertidas en tanques y haciendo referencia a Monseñor Romero o al Che. Pobrecitos ellos, cuando matan a alguno de sus compañeros. Pero, también pobrecitos nosotros cuando ellos matan niños y ancianos y luego salen huyendo, todavía sintiendo que están de goma y con cara de incrédulos de que acaban de matar a alguien. Solo entonces se dieron cuenta -oh, Dios- que halaban globos en medio de rosales y quieren que el mundo comprenda que solo estaban sobreviviendo.

martes, 30 de junio de 2009

El hombre detrás de la palabra



Publicada el 16.11.2008, en Cultura de La Prensa Gráfica.

El 16 de noviembre de 1922, en la aldea de Azinhaga, Ribetejo (Portugal), nació José de Sousa Saramago, hijo de José de Sousa y María da Piedad. El primero de dos hermanos, Francisco, era dos años mayor que él, pero este murió en 1924 a causa de una bronconeumonía. Su madre nunca pudo aceptar la muerte de su primer hijo. “Yo le pedía un beso y no me lo daba nunca”, rememora Saramago, en una entrevista concedida al escritor y periodista Juan Arias, y publicada en un libro bajo el título “El amor posible” (Planeta, 1998).

Sobre su padre cuenta que, aunque no tuvo una mala relación, “en algunas cosas es como si no hubiera llegado a conocerlo”, dice un hombre ya con 83 años. Quizá por eso su apego fue más hacia su abuelo y abuela del lado materno.

Con su abuelo, JerónimoMelrinho, pasaba horas oyéndolo contar historias sobre el techo de la casa donde vivían en Ribetejo. “Es el hombre más sabio que he conocido en toda mi vida”, dice, mientras advierte: “Él nunca leyó un libro en su vida, no sabía lo que era una letra”.

La figura de Jerónimo ha sido un pilar en la vida de Saramago, por eso en su discurso de agradecimiento por el premio Nobel de Literatura que recibió en 1998 no dejó de demostrarle respeto y agradecimiento al hombre que fue su maestro en muchos aspectos. “A las 4 de la madrugada se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Eran analfabetos uno y otro”, fueron sus palabras.

Sin embargo, no todos estuvieron de acuerdo con el reconocimiento. Las vestiduras se rasgaron en el Vaticano cuando se enteraron de que el nuevo Nobel era portugués, comunista y ateo. La Santa Sede, a través del diario “L'Obsservatore Romano”, dijo: “Otra vez el Nobel ha sido dado según una orientación ideológica precisa”. El primero, según ellos, había sido dado a un “bufón” llamado Darío Fo y que, además, era dramaturgo.

La razón de tales declaraciones fue producto de la novela “El Evangelio según Jesucristo”, donde Saramago da su propia visión del Hijo de Dios, misma que no fue comprendida por los católicos ni siquiera de su propio país, lo cual le valió el exilio de su natal Portugal.

Años más tarde, en su nueva residencia en la isla Lanzarote, del archipiélago de las Canarias, donde vive junto con su traductora, la española Pilar del Río, millones de lectores le dan la razón a Saramago.

El primero de una estirpe

Saramago no es un apellido, es el apodo con el que la gente de la aldea Azinhaga conocía a la familia De Sousa. Su mítico apellido, según cuenta Juan Arias, lo adquiriría debido a la pericia de un funcionario del registro civil, quien como una broma hacia los padres de José añadió a su nombre y apellido el de “Saramago”. Ahí nació la leyenda, y el primero de una estirpe.

Cuando era pequeño estudió en la escuela industrial Alfonso Domingues (Lisboa), y se graduó como mecánico cerrajero. Con esto se ganaría la vida durante su adolescencia en los hospitales de Lisboa.

De Sousa tenía un sueño acentuado por las historias de su abuelo y por el primer libro que leyó y que le fue regalado por su madre: “O mistério do mohinho”, de un autor inglés.

Así, mientras trabajaba durante el día, pasaba las noches leyendo en la biblioteca del Palacio das Galveias, en Lisboa, ciudad a la que se había trasladado su familia luego de la muerte de su hermano Francisco.

Durante muchos años, ante la imposibilidad de realizar estudios universitarios, fue un “mil oficios”: ceramista, mecánico, vendedor de seguros, editorialista, crítico literario, cronista, director de periódico, militante del partido comunista portugués, etc.

Su carrera de escritor, propiamente dicha, no comenzó sino hasta 1970, cuando escribió su libro de poesía “Probablemente alegría”, aunque 23 años antes había escrito su primera novela: “Tierra de pecado”.

A partir de entonces, sus publicaciones se volvieron constantes. Tuvo que ver en ello la determinación que tomó allá por 1975, cuando al fin de la llamada contrarrevolución de Portugal, al verse sin trabajo fijo, decidió dedicarse de lleno al oficio de escribir, mientras, para mantenerse, trabajaba como traductor de medio tiempo.

Su salto a la fama como escritor de altos vuelos fue de forma fulgurante cuando el rondaba ya los cerca de 60 años y publicó su novela “Memorial del convento” (1982).

Aún así, José Saramago ha afirmado que no es un novelista. “No me gusta escribir, pero tengo algo que quiero y necesito decir”, declara en una recopilación de entrevistas realizada por la periodista colombiana Tamara Andrea Peña.

José Saramago es en la actualidad el escritor portugués de mayor proyección fuera de las fronteras de su país. Su obra literaria, que ya suma más de 29 piezas —entre poesía, novelas, ensayos, teatro, relatos y diarios—, puede ser leída en 30 idiomas al rededor del mundo.


Del amor a la palabra

Entre su amor por la literatura, el comunismo y las mujeres, no ha existido espacio para la duda.

José Saramago se ha casado dos veces. La primera con la pintora Ilda Reis, con quien tuvo una hija a la que llamaron Violante. Su segunda esposa se llama Pilar del Río Sánchez, una periodista andaluza que se ha convertido en el punto de apoyo del literato portugués desde 1988.

“Pilar es el centro de mi vida desde que la conocí. Cuando ella no está, es como si yo dejara de ser yo mismo, o como si me faltara algo para que pudiera ser yo mismo”, reflexiona Saramago.

Ella es su inspiración, una musa que ha invadido los sentidos de escritor a tal grado que en muchos de sus libros la figura central de la trama suele ser una mujer. Y es ella la que da rienda suelta a las pasiones que dan sentido a los hombres con los que convive.

El escritor comprometido

Pero, también, en la vida de Saramago han existido otros motores, que lo han impulsado a emprender una justa en contra de las actitudes desmoralizadoras de los seres humanos. Siempre tiene inquietudes respecto a cómo las sociedades conviven entre sí.

Es por ello que este autor, comunista por convicción y ateo por conveniencia, no solo merece el reconocimiento de sus lectores por su obra literaria, sino también por sus agudas reflexiones sobre el mundo, la religión y la problemática social, de las cuales no duda en dar su acérrimo punto de vista cada que tiene ocasión.

Así lo declara en una entrevista concedida al periódico argentino “El Clarín”: “Cuando miras un mundo como este en que vivimos, en el que unas 200 personas tienen la riqueza de más del 40% de la humanidad, ¿se puede ser optimista en un mundo como este? No creo que se pueda. Claro, yo podría decir: ‘Si yo estoy bien, ¿para qué quiero preocuparme del estado en que se encuentra el mundo?’. Pues no. Lo siento. Me preocupo”.

El autor del “Ensayo sobre la lucidez” (2004), uno de sus últimos libros y en el que él advierte sobre el fenómeno de la democracia corrupta y la pérdida subsecuente de valores, considera que aún tiene cosas por decir.

El camino de la rebeldía de sus años mozos lo llevó a las filas del Partido Comunista de Portugal (1969), profundamente arraigado en el campesinado y la clase obrera, con la que él siempre se ha identificado por sus orígenes.

Durante su militancia, ha llegado, incluso, a postularse como candidato, luego de que la dictadura de Antonio Oliveira Salazar fue sustituida por la democracia mediante un movimiento al que se denominó “La revolución de los claveles”.

Hoy, en la recta final de sus días, no niega la satisfacción de lo que ha conseguido en su vida, desde que salió de aquella casa de campo en Azinhaga. “Soy simplemente una persona con algunas ideas que le han servido de razonable gobierno en todas las circunstancias, buenas o malas, de la vida”, dice.

Y tras las circunstancias de esta vida, aún queda un hombre con razones para seguir escribiendo sobre la palabra.


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“La revolución de los claveles”

Es el nombre dado al levantamiento militar del 25 de abril de 1974 que provocó la caída en Portugal de la dictadura de Antonio Oliveira Salazar, que dominaba el país desde 1933, la más longeva de Europa. El fin de este régimen, conocido como Estado Novo, permitió que las últimas colonias portuguesas lograran su independencia tras una larga guerra colonial contra la metrópoli y que Portugal mismo se convirtiera en un Estado de derecho democrático.

En las calles la euforia se desató, civiles y militares se reencontraron en abrazos de libertad. Con la victoria por bandera, las floristas ofrecían a los soldados sus claveles que terminaron en la punta de los fusiles, sin saber que con ese gesto simple bautizaron la última revolución romántica de Europa.

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“Soy simplemente una persona con algunas ideas que le han servido de razonable gobierno en todas las circunstancias, buenas o malas, de la vida”, dice Saramago sobre sí mismo.

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“Realmente no entiendo cuando las personas hablan del bien y del mal, todas esas cosas son invenciones del hombre”, Saramago.

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“Esto es lo que va haciendo Saramago por su tierra: hablar y reencontrarse con seres humanos que no se han dejado seducir por los melifluos discursos de los varios poderes”, Pilar del Río, su esposa.

domingo, 7 de junio de 2009

La biblioteca alejandrina de San Salvador


Publicada el 27 de abril de 2009 - www.El Faro.net

El saber está en la calle. En San Salvador, los puestos informales de compra y venta de libros usados que jalonan el centro de la ciudad reciben más visitas que la Biblioteca Nacional y el Archivo General de la Nación. Entre la Avenida España y la Sexta Avenida Norte, decenas de negocios y miles de volúmenes reivindican el papel impreso en estos tiempos en que el conocimiento se torna digital.


Por Diego Murcia


La Biblioteca Real de Alejandría o Antigua Biblioteca de Alejandría fue en su época la más grande del mundo. Se cree que fue creada en dicha ciudad egipcia a comienzos del siglo III a.C. por Ptolomeo I Sóter, y que llegó a albergar hasta 700.000 volúmenes en papiro, hasta su desaparición hace cerca de dos mil años a causa, según algunas teorías históricas, de un gran incendio. Al fuego, sin embargo, sobrevivió su leyenda, y en San Salvador, en los alrededores del cada vez menos histórico centro de la ciudad, el instinto comercial de las calles la homenajea con similar vocación de acervo, pero mayor descuido.

No hacen falta paredes. Los puestos de compra y venta de libros cercanos a la Avenida España y la Sexta Norte representan para el amante de las letras, aunque tenga poco dinero, un pequeño paraíso. Yo decidí probar suerte y ver qué historias compraba con treinta dólares.

Sobre la España, junto a la Tercera calle oriente, hay tres tenderetes que funcionan desde hace poco menos de dos años. “Están ahí”, dice Claudia, una de las vendedoras, “porque en el Parque San José hay mucho ladrón y además hay que pagarles renta”. “Ay, Dios, con que apenas saca uno para comer, ya voy a tener para estar manteniendo a estos vagos”, se queja.

Claudia está sentada sobre un desgastado banco de madera, dentro de un pequeño quiosco de metal que almacena libros de pared a pared. Bebe sopa de un recipiente de durapax mientras espanta con un soplido las moscas que la acechan. Es rubia y gorda, y tiene un gran lunar café cobre el labio, en el lado izquierdo de la cara. Me recuerda, sin yo quererlo, a la “Hermelinda Linda” de los pasquines de los ochentas, una bruja de acento mexicano.

“Aquí viene gente que quiere comprar, sobre todo, enciclopedias”, dice. “Los libros viejitos son los que más se venden. Los compran viejitos que dicen que con ellos fueron educados y sin muchas preguntas, se llevan el libro antes de que alguien se lo arrebate. No son coleccionistas, solo gente que vive nostalgiosa (sic.) de cuando era joven y se ríe cuando encuentra algún libro de texto de sus tiempos de escuela”, cuenta Claudia mientras muestra algunos ejemplares.

El primero de ellos es una novela, “Kitty”, de Rosamond Marshall, una escritora que hizo famoso el género del romance para adultos. Sostengo en mis manos una edición de 1946, hecha en Buenos Aires, Argentina, por la editorial Claridad. Según la enciclopedia Wikipedia, la primera edición de este libro generó una ganancia estimada de entre un millón y medio y tres millones de dólares para esta mujer originaria de Nueva York. El ejemplar que me entregó Claudia está lejos de aquellos días de gloria: su pasta dura está unida con cinta adhesiva café, y no evita que el papel se desintegre con cada ojeada.

Lo cambio al instante por otro titulado “Especies útiles de la flora salvadoreña”, un catálogo compilado por el médico-cirujano salvadoreño David Joaquín Guzmán, el mismo que hoy presta nombre al Museo Nacional de Antropología. En la primera página del texto se lee: “... con aplicación a la medicina, farmacia, agricultura, artes, industria y comercio. Tomo II”. Es una edición de 1980, la número cuatro, y su impresión estuvo a cargo de la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación. La primera edición, según consta en el registro del libro, fue hecha en 1926 por la Imprenta Nacional.

El libro fue propiedad de un tal José Alfredo Henríquez Castro, que se encargó de colocar su nombre con un sello de hule en tinta color negro en la primera página y en el folio número 297. otra de las páginas reza: “Obsequio de la dirección de publicaciones Ministerio de Educación. El Salvador, C. A.”. Claudia pagó a un desconocido cinco dólares por él.

“Es que a veces la gente anda en aguas y viene a ver cómo le ayudamos”, me dice un hombre delgado, alto y moreno, con cara de Dámaso Pérez Prado, que dice llamarse Jacobo y ser hermano de Claudia. Viste un sombrero de tela, y me dice que tienen las enciclopedias en oferta. Son de las editoriales Salvat y Espasa.

Emocionado al descubrir que soy periodista, me cuenta que junto a una veintena de comerciantes informales planea demandar al ex fiscal general Felix Garrid Safie y al presidente de ARENA, ex candidato a presidente de la república y ex director de la PCN Rodrigo Ávila por haberlos encarcelado hace un par de años, acusados de cometer actos de terrorismo. Jacobo se refiere a los hechos de mayo de 2007, cuando tras un decomiso de cd y dvd piratas un grupo de vendedores quemó una patrulla, un vehículo de la cadena de televisión TCS y un pick up particular, además de provocar daños en algunos locales comerciales. Once presuntos vendedores fueron procesados por terrorismo. Jacobo dice que fueron “como treinta”. Él salió de la cárcel hace poco menos de un año. Está en libertad condicional.

“Salí de allí enfermo”, dice. “Todavía vomito por culpa del yodo que le echan a la comida. Además, mi papá se puso malo del corazón cuando le dijeron que me iban a meter preso sesenta años. Se cagaron en mí esos viejos. Perdí mi casa y me enhuevé. Ahora apenas logro salir con 25 dólares al día”.

Claudia lo interrumpe y me muestra una postal con el rostro de Pedro Infante. En ella el astro mexicano viste el famoso uniforme del Escuadrón Acrobático de Tránsito de México D.F., con el que filmó la película “A toda máquina” (1951), con Luis Aguilar como coprotagonista e Ismael Rodríguez como director. La foto venía entre las páginas de un ejemplar del Quijote.

“Una vez encontramos una carta del presidente Enrique Araujo...”, cuenta la vendedora. “Dice sus cositas”, agrega Jacobo con cierto misterio. Dicen que la tienen en casa. “En la gaveta de la cama de ella”, dice Jacobo señalando a su hermana. Ante mi incredulidad Claudia promete buscarla y enseñármela al día siguiente. La sigo esperando.

A estas alturas, cerca del mediodía, he gastado seis dólares y comienzo a caminar rumbo a la plaza San José, sobre la Sexta Avenida Norte. Allí me esperan cerca de cincuenta libreros, aunque la alcaldía de San Salvador no sabe con exactitud cuántos comerciantes informales se dedican a este rubro. Los libros asoman entre los peatones, la superposición de microbuses y buses, los puestos de comida y la cortina sonora que sale de las oficinas del Ballet Folclórico Nacional, sobre esta misma calle. Son libros manchados, carcomidos por las polillas y con los lomos despellejados por el uso, el clima, el tiempo.

Atravieso el barullo y me detengo frente al primer puesto que encuentro. La vendedora escucha atenta a su hija, de unos 17 años y uniforme escolar, que ha dejado su mochila sobre el piso de la acera y lee en voz alta el Código de Trabajo en un intento de explicar a su madre algunas leyes. Hace poco leí en algún lado que, según Ricardo Bracamonte, Director Nacional de Promoción y Difusión Cultural de CONCULTURA, un aproximado del 70% de la población del país no lee libros con frecuencia.

Ojeo las tapas y lomos sobre la mesa y tras unos minutos de curiosidad insatisfecha sigo mi camino. En otros tres establecimientos corro con la misma suerte: libros de álgebra, manuales para windows 97, ejercicios de matemáticas y un ejemplar del famoso silabario en el que miles aprendimos a escribir “mi mamá me mima, mi mamá me ama” no logran capturar mi interés. Hasta que el puesto 233 me devuelve la alegría.

Desde fuera, una pila interminable de libros colocados uno sobre otro hasta llegar al techo empequeñece a un hombre que parece sentado en el interior de una concha de caracol. Doy las buenas tardes y le digo que lo quiero entrevistar. “¿Cuánto me vas a dar?”, me grita. “Nada”, contraataco indignado al vendedor, que me dispara miradas de desprecio desde el fondo de su cuartucho tapizado de libros viejos. Me mira de pies a cabeza y luego me invita a sentarme junto a él. De mala gana, busco asiento entre Cervantes y Baldor, pero termino cediendo mis nalgas al suelo. “Lo que pasa”, me dice en tono de regaño, “es que siempre vienen queriendo verme la cara de tonto útil”.

“Ahí vienen con sus cámaras y sus preguntas estúpidas... y yo, ¿qué gano? Publicidad gratis, me dicen. Ni mierda, ¡mentiras! Son pendejadas. Uno nunca gana nada de esto. A mí nadie me ha dado nada gratis desde que empecé allá por lo ochenta”, reclama. Me callo y lo dejo hablar. “La última vez”, continúa, “vino un bicho de la UCA a hacerme unas preguntas dizque para su tesis de graduación (sic). Puede ser –dice en pose reflexiva mientras se quita los lentes de carey, los limpia y se los coloca sobre la frente, cerca de un remolino de cabello que le nace al lado derecho de la cabeza, donde tiene el cabello más largo-, puede ser que él sea solo una ratilla de laboratorio, pero podemos preguntarnos: ¿qué hay más allá de esas intenciones? ¿Qué interés tendrá la UCA en lo que yo hago y pienso? ¡Já! ¡Ahí hay un gran interés económico oculto!”

Un joven moreno, como de un metro sesenta y seis, con pelo negro y escaso bigote, asoma su rechoncha figura al umbral de la puerta y dice:

¿Tenés el álgebra de Baldor?

$13 te cuesta.

¿Esa es copia?

Sí.

¿Y nueva?

$20 -dice el vendedor, cortante, sin quitar la mirada del tipo, tiene una pierna dentro del negocio y los brazos extendidos y apoyados en los maderos laterales de la puerta.

El comprador balbucea para sí, como si hiciera cuentas, y sin mediar palabra se despega de los maderos de la puerta, da la vuelta y se aleja. El vendedor de libros vuelve a atacar:

“¿Yo qué quisiera que me dijeran?”, se pregunta, y de inmediato se responde: “que a cambio de una entrevista me van a dar mil dólares y, además, un nuevo puesto, en un local más cómodo. Y que me paguen el alquiler de un año, o mejor aún, me compren la casa y la pongan a mi nombre, para que me desarrolle como empresario. Eso sería chivo”, me dice como retándome a cumplir sus sueños. Le cuento que estoy escribiendo una crónica sobre la venta de libros pero me vuelve a callar. “No, si yo sé que usted anda haciendo su trabajo… pero atrás de eso hay intenciones ocultas, hay un orden establecido”, insiste.

Transijo, reintento, argumento. Le logro convencer de que soy periodista y de que estoy dispuesto a comprar algunos libros, y el hombre empieza a hurgar entre la montaña que tiene frente a sí, en busca de qué ofrecerme. Hay un instante de paz. Luego se voltea hacia mí y me vuelve a preguntar: “¿y qué gano yo con esto?”

Unas cuadras más allá, sobre la Tercera Calle Oriente, encuentro un local donde se venden y compran libros desde hace 18 años. Se llama Primera Lectura y su dueña, la señora Mabel, también ofrece revistas de belleza, antiguas la mayoría de ellas.

¿Cómo ha logrado sobrevivir tantos años en este negocio a pesar de que los salvadoreños no se caracterizan por ser lectores constantes?, le pregunto. Ella, de pelo rubio, piel rosada, mejillas pronunciadas y cara sudorosa, me responde: “Es que yo solo comercio con cosas que la gente compra. Los otros se llenan de cualquier cosa y venden poco. Yo escojo literatura que todos buscan, las obras clásicas, pues, y antigüedades, y se las vendo a coleccionistas”.

Me muestra un ejemplar de “Selecciones de Reader´s Digest” de febrero de 1943 y cuyo precio original fue de 25 centavos de colón. En él encuentro artículos propagandísticos del gobierno de Estados Unidos donde se habla maravillas de los aviones de combate que irán a pelear contra las fuerzas del mal de Hitler, y un escrito del teniente coronel Warren J. Clear, del cuerpo de Estado Mayor del Ejército de los Estados Unidos, titulado “El soldado japonés visto de cerca”. El primer párrafo dice así: “El soldado japonés mide, por término medio, un metro y veinte centímetros de estatura, y pesa alrededor de cincuenta y tres kilos. De su paga, equivalente a un dólar y veintiséis centavos, le quedan todos los meses nueve centavos, para que los gaste como mejor le parezca...” Ese mes, de ese año, el día 25, había nacido en Liverpool, Inglaterra, George Harrison. El futuro Beatle era el menor de cuatro hermanos y su padre era conductor de un autobús municipal. El Reader´s Digest no lo sabía.

De las antigüedades que según ella han sobrevivido a las compras de los coleccionistas esta semana, Mabel coloca sobre mi mano un libro publicado en 1911. Dice que habla de El Salvador, pero que, como está escrito en inglés, ella no entiende de qué se trata. El libro tiene pasta dura de color azul y un escudo de armas –el de El Salvador, supongo, en los días de la confederación- pintado de dorado. Con letras grandes, se destaca el título de la obra: Salvador of the twentieth century, escrita por el cronista Percy F. Martin, que también escribió libros similares sobre México y Perú.

Una copia de ese texto puede ser consultada en la sección de Colecciones Especiales, en la planta baja de la biblioteca Florentino Idoate, de la UCA, pero la que tengo ahora en mis manos perteneció a la biblioteca personal de Rafael Guirola, Ministro de Finanzas y Crédito Público durante la administración del Dr. Manuel Enrique Araujo, Presidente de la República entre 1911 y 1915. El texto es un resumen de la vida de los salvadoreños de la entonces floreciente nación de El Salvador, e incluye fotografías de la época.

“Se lo vendo”, me dice Mabel de golpe, al saberme fascinado por el libro. ¿Cuánto quiere por él? “Deme veinte”, me dice, y segundos más tarde soy el nuevo dueño de este pedazo de historia salvadoreña.

Mabel sigue mostrándome sus libros y trae ante mí una copia de la Comedia Griega, edición de bolsillo, en papel reciclado, de la editorial Roxil. Lo abre y hurga entre páginas con sus manos regordetas y de uñas pintadas en rosa brillante. De pronto, extrae un sobre blanco cerrado y marcado con un sello de tinta azul en el que se lee: “Iglesia Evangélica de las Asambleas de Dios, San Francisco Javier, Depto. De Usulután”.

Es una carta que al parecer nunca llegó a su destinatario. “A veces una se encuentra fotos, billetes, estampillas... Yo al final, como no sé qué hacer con ellos termino botándolos a la basura. Esta carta me la quedé por pura curiosidad. Quería saber qué decía... Y más tardó Mabel en revelarme las intenciones de su morbo que en abrir y empezar a leer la carta. Sobre papel de rayas azules, con una tinta debilitada por el tiempo, se leía:

“Savado 19 de Febrero de 1983

Snfco Javier, Usulután

Iglesia Asambleas de Dios en

Snfco Javier, Usulután

El Salvador C.A.


El pastor juntamente con el cuerpo oficial, ase constar que la portadora.

Cristina Guerrero de Calderon es miembro en nuestra iglesia, cumplidora de todos los deberes y a la bez respetativa para con su pastor y demas miembros y incluso con las amigas.

Ella ha desempeñado algunos cargos en la iglesia como presidenta local del C.M.L. y también con el distrito como bisepresidenta.

Y en bista de su traslado se le extiende esta nota para que la interesada pueda aser uso de ella donde crea que es combiniente.

Rogamos a tí hermanos o sea ustedes sus consideraciones a nuestra hermana y el Dios de amor os de grandes bendiciones Dios os bendiga.

Pastor Rogelio Mazariego. Diaconos José Andres Arevalo. Julio Torres

Raul Garay. Francisco Guzman. Federico Yanes”

Mabel me regaló la carta y un libro sobre biografías al que se le están cayendo la portada y la contraportada. Me dirijo a casa con la sensación de haber recorrido un cementerio de elefantes, en el que se pueden encontrar restos de mamuts apenas roídos por las polillas y de mastodontes en buen estado pese a las cicatrices de alguna mano mutiladora. El saber de la biblioteca de Alejandría, aún vivo.

“En El Mozote, la orden fue: lo que se mueva se muere”



Publicada el 15 de diciembre de 2008 – www.elfaro.net

Por primera vez, un ex soldado perteneciente al Batallón Atalcatl, y que participó en la masacre de El Mozote, relata algunos de los detalles de dicho operativo en el cual, recuerda, la orden era simple: “Lo que se mueva, se muere”. El jueves se cumplieron 27 años de una de las matanzas de civiles atribuidas al ejército, que ya hizo que El Salvador fuera demandado al menos dos veces ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Efraín Antonio Fuentes asegura que él y sus compañeros campesinos convertidos a la fuerza en militares, fueron engañados para participar en una guerra de pobres contra pobres. Hoy, sus luchas son por los lisiados que produjo la guerra.


Por Diego Murcia


“El Mozote fue una masacre triste y terrible. Ahí murieron todos, hasta los niños.” Así empieza su relato Efraín Antonio Fuentes, con voz pausada, mientras sus ojos huyen del contacto visual continuo de su interlocutor. Así dieron inicio las poco más de tres horas de conversación, en donde este ex soldado perteneciente al Batallón Atlacatl reveló algunos de los hechos que ocurrieron antes, durante y después de la masacre de El Mozote, ocurrida el 11 de diciembre de 1981, y que la conoció el mundo gracias a los reportes de la prensa internacional.

En esa matanza murieron centenares de personas, niños y niñas en su mayoría. Aunque no hay una cifra precisa y los datos varían según las fuentes. Uno de los expedientes ventilado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos habla de 765 fallecidos.

La Comisión de la Verdad habla de un poco más de 200 restos humanos renocibles, pero la cifra podría ascender a 400. Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador habla de 765 personas ejecutadas; mientras que un equipo argentino de antropología forense que visitó el lugar en busca de osamentas que permitieran saber cómo ocurrieron los hechos, determinó que en El Mozote y cantones aledaños fueron asesinadas 809 personas, más de 400 de ellas niños y niñas menores de 12 años. Los ojos de Efraín hicieron sus propias cuentas ese día y tampoco cuadran con las historias oficiales que se tienen del caso: “Yo no vi demasiada muerte, a pesar de que dicen que fueron bastantes. En los alrededores, puede ser. Pero yo vi unos 25 cuando entramos. Algunos habían muerto a balazos y otros a cuchillo”.

Cuando ocurrió la matanza de El Mozote, Efraín tenía 17 años y apenas unos meses de haber ingresado al Batallón. Tenía pocos días de andar en campaña, apenas se habían formado cuatro compañías de las nueve que llegó a tener el Atlacatl.

“Una noche antes me dijeron: Preparate, vamos a un lugar donde nos están esperando, donde es difícil entrar, pero vamos a entrar y si no te ponés las pilas, pues, te van a matar y tenés que actuar según las tácticas que te han enseñado y si no vas a ser hombre muerto. Y ni modo, qué hacíamos, peparar los fusilitos, 700 cartuchos... todo lo que nos daban en el equipo. A mí, que era especialista en lanzagranadas, me daban 60 granadas. Con eso me fui”.

La especialidad de Efraín eran los M16 con lanzagranadas. La primera vez que tuvo en sus manos uno de estos fusiles fue en el cuartel de la Segunda Brigada de Infantería, de Santa Ana, después de que lo reclutaron forzosamente en la finca Los Naranjos, donde estaba trabajando cortando café. A eso se dedicaban él y su familia, originarios del Cantón El Castillo, en Coatepeque. En la corta participaban sus hermanas, su hermano, su padre y su madre. Pero cuando llegó al cuartel, se olvidó de los canastos y el café y aprendió a lanzar granadas. “Era el número uno de mi sección. Si me ponían casitas pequeñas para que practicara mi puntería, yo siempre les pegaba en el centro”, asegura.

Pese a que lo forzaron a estar en el ejército, pronto se adaptó a su nueva vida. Le pagaban 85 colones por hacer rondas en Santa Ana y cuidar bodegas en el cuartel. Pero un día supo que se estaba formando un nuevo batallón y que estaban pagando 240 colones por ir a combatir y se fue a enrolar. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Nada mal para alguien que solo había estudiado segundo grado de primaria y que no sabía hacer otra cosa que cortar café y lanzar granadas con buena puntería.

“Lo primero que hice cuando nos dijeron que íbamos a este cantón fue preparar mi equipo. Es que, cuando ya le dicen a uno que va a salir, se prepara el fusil, ese todo el tiempo pasa aceitadito. Después se va uno a contar cuántos cartuchos se va a llevar. Luego lo llevan a uno hasta el lugar y es ahí donde le dicen qué es lo que va a hacer, cómo se va a actuar. Si es masacre, le dicen a uno que va a matar... Mientras, solo le dicen a uno vamos a ir a un lugar, sin darte el nombre, solo te dicen que vas para un lugar donde habrá un combate duro, un lugar donde es difícil entrar.

“Nosotros sí vamos a entrar y vamos a demostrar que sí podemos, nos decían. No le dan ni la hora de salir a uno, solo le dicen que se preparen los fusiles y, de presto, a las 2 o 3 de la mañana, se sale. Antes de eso, por lo general, la mayoría de los soldados, lo que están haciendo es platicar de sus licencias, de lo que les ha pasado, no de la guerra sino de sus quehaceres cuando les den las licencias”.

Lo que se mueve, se muere

“Para El Mozote no nos dijeron nada, solo que ibamos a un lugar y que todo lo que se moviera se destruyera. Esa fue la orden que dieron, porque decían que todos eran guerrilleros, desde mujeres hasta niños, que podrían llegar a ser parte de las masas en un futuro y que podrían llevarle la logística a ellos. De esa manera fueron las órdenes que se dieron en El Sumpul, Guazapa, El Mozote, Las Tablas... órdenes que ejecutaron los batallones Belloso, Atlacatl, Bracamonte, que eran de reacción inmediata... Yo participé casi en todas, porque, como batallón, en un inicio andábamos casi en todas. Salíamos a operar, regresábamos con licencia, nos íbamos para la casa y luego regresábamos al batallón y salíamos de nuevo a operar. Cuando el batallón se hizo grande, que llegó a nueve compañías, salían seis compañías a operar -hablo de un equivalente a 700 hombres- y quedaban 370 para cuidar la sede. Entonces, sí, ya era diferente, porque pasábamos dos meses en el monte, y luego regresábamos de operar, descansaban tres compañías y las que habían quedado descansando, tendían a irse nuevamente”.

“Habían órdenes terribles en la guerra, pero considero que no me manché las manos en algo a sangre fría. No voy a decir que no se mató, sí, pero fue en combate, porque o matás o te matan. Un combate para eso es. Cuando se capturaron personas, yo nunca maté así, a pesar de que recibí órdenes de matar. En Guazapa hayamos un tatú llenito de personas: ancianos, niños, mujeres en especial... Sacaron a unas 45 personas de ahí y salvaron a algunas. No sé cuál fue el sentido de eso. Imagino que fue para traerlas a San Salvador y sacarles verdades. Las subieron a helicópteros y se las trajeron. Pero, a la mayoría las mataron a sangre fría. Yo en ese entonces tenía pocos días en el batallón y me querían probar para ver qué valor tenía y me dijeron: aquí está un yatagán, matá a esta gente. Pero yo les dije que no, que a sangre fría no mataba y menos con cuchillo. Si fuera peleando, sí, hubiera usado mi M-16. Y todavía me atreví a decirles que si lo hacía con fusil, me atrevía a hacerlo, pero con cuchillo, no, porque no me gustaba eso. Pero como sobraba quien lo hiciera y no pensaban sus actos, salió alguien y lo hizo. ¿Por qué no me amonestaron esa rebeldía? Porque en el combate, allá en el monte, éramos uno a uno, hombre a hombre, y no importaba si estábamos en el mismo bando. Cuando pasaba algo así y amonestaban a alguien, ahí en combate encarnizado, ahí no más se le volteaba el fusil entre los mismos compañeros. Por eso no se amonestaba. Había respeto entre todos, por cualquier cosa, porque se le tenía miedo al ofendido a la hora de estar en combate”.

“Salimos del batallón, en el Sitio del Niño, y llegamos a la pista que tenía el ejército en Morazán. Nos albergábamos en el galerón que el batallón tenía ahí, mientras esperábamos instrucciones. Luego nos dijeron el lugar que íbamos a visitar y si era un combate de monte, hombre contra hombre, o si íbamos a destruir una ciudad o un cantón o un caserío. Después caminamos para salir por el lado de Perquín, e hicimos 40 minutos de caminata hasta El Mozote. Llegamos en la mañana, porque mucha de la gente que estaba ahí no logró salir a trabajar. La gente se encerró cuando vio al batallón”.

Según describe el informe de la Comisión de la Verdad, cuando los soldados llegaron, ordenaron salir a todos de sus casas y los reunieron en la plaza; los hicieron acostarse boca abajo, los registraron y les formularon preguntas sobre los guerrilleros. Luego les ordenaron encerrarse en las casas hasta el día siguiente, con la indicación de que se dispararía contra cualquier persona que saliera. Los soldados permanecieron en el caserío durante la noche. Al día siguiente los interrogaron, torturaron y ejecutaron. El exterminio terminaría el día 12, dejando atrás varios cientos de muertos regados sobre las tierras de los cantones Cerro Pando y La Joya y de los caseríos Ranchería, Jocote Amarillo y Los Toriles.

“Yo me quedé, con otros 300, en los alrededores. Primero bajaron unos 50 soldados a meterse así y los demás se quedaron guardando la seguridad de los flancos, de los cercos. Abajo se hizo una formación en forma de herradura. Siempre se rodea y se deja un pequeño espacio, porque alguien que se encuentra acorralado, que no tiene salida para ningún lado, esa es una persona que muere hasta que se le acabe el último cartucho. Y matar a un guerrillero con fusil en mano, no era de una hora. Porque o se organizan y se van a romper el cerco a darle a los soldados pecho a pecho o preparan un combate hasta el último cartucho. Por eso se dejaba ese espacio para evitar un tope así. En El Mozote se dejó la parte del río, de la quebrada y ahí fue donde se fueron unas gentes que ahí creo fue donde se salvaron, porque de otra manera... Después de la formación, las puertas se abren y el que se encuentra o se mata adentro o se le saca a matar. Pero, en El Mozote, a la mayoría de gente la sacaron y la formaron. Ahí no entramos en combate. No era un campamento”.

“Los soldados se movían por grupos, cuando unos terminaban de actuar en una zona, estos se movilizaban y llegaba otro grupo a relevarlos y luego repetían el movimiento hasta que eran reemplazados por un tercer grupo. Así se fueron moviendo por toda la zona de los caseríos aledaños”.

Los guerrilleros evangélicos

Durante la guerra, la parte norte del departamento de Morazán era considerada como el sitio con mayor concentración y control por parte de la milicia guerrillera del FMLN. La idea de despojar a los campesinos de sus crucifijos y biblias venía de la teoría militar de que el apoyo de la población civil a los insurgentes se debía, en gran parte, a la penetración de la Teología de la Liberación como labor de algunos sacerdotes católicos.

El Mozote era un lugar singular. Ahí los católicos eran minoría, al contrario de todos los caseríos y cantones de los alrededores, la Teología de la Liberación no había tenido gran impacto. Además, sus relaciones con la Fuerza Armada siempre habían sido estables porque no eran colaboradores de la guerrilla.

El Mozote contaba con unos 300 habitantes, pero muchos otros moradores de caseríos más pequeños habían llegado a refugiarse ahí por temor a morir en fuego cruzado o para no ser ejecutados por los soldados si los llegaban a confundir con guerrilleros.

“Ahí toda la gente era del Frente. Así nos dijeron a nosotros, que en ese cantón estaban las bases, la propia estadía de ellos. Con la diferencia de que el combatiente se iba y llegaba ahí solo a traer provisiones. Si ahí no hubo un combate encarnizado. Ahí solo fue llegar a un cantón y arrasarlo. Si no, hubieran dicho: tantos soldados murieron. Combatientes yo no vi. Sobre las violaciones a niñas en ese lugar no puedo decir nada, pero sí lo hacían... incluso, yo no lo vi, pero me dijo un compañero que había visto que mataban a niños con un yatagán. Que violan niños y niñas, sí, eso lo hacían en diferentes masacres”.

“Cuando bajé al cantón, de último, ya habían matado a bastante gente... y nos dijeron que ya no habían guerrilleros, que ya no era necesario seguir dando la seguridad. La gente que se logró correr, que logró salirse del cerco, las perseguían. Algunos, algunos, contaditos, son los que se han logrado salvar. Yo ya he escuchado historias de los que se han logrado salvar, pero contaditos con los dedos”.

Rufina Amaya fue una de estas pocas sobrevivientes que logró escapar de la masacre de El Mozote, gracias a que se escondió tras unos matorrales, aprovechando la confusión de unas mujeres que rogaban porque no las mataran. Mientras huía, ella aseguró que escuchó los gritos de sus hijos que la llamaban y que rogaban porque no los mataran. Rufina fue entrevistada por la Radio Venceremos sobre esos hechos días después de ser encontrada por la guerrilla vagando por los montes. Ella fue la primera en denunciar el hecho, en la navidad de 1981 y su relato fue parte principal de un par de publicaciones en dos periódicos estadounidenses. Amaya falleció en 2007 debido a un ataque cardiaco y hoy su historia se ha inmortalizado en una opera recién presentada en Colombia, por el salvadoreño Luis Herodier, donde se cuenta cómo mataron a los habitantes de El Mozote.

Carlos Henríquez Consalvi, uno de los fundadores de la Radio Venceremos, y una de las dos primeras personas en recorrer la zona de la masacre en diciembre de 1981, cree que la matanza fue un aviso para los simpatizantes del Frente.

“La mayoría se iban a esconder a quebradas, pero siempre los mataron. Incluso, un compañero, que hoy está discapacitado, mató a un niño. El niño fue para la historia, porque estaba sentado en una piedra. Estamos hablando de un niño de cuatro años, muy pequeñito. Él estaba sentado en una piedra y el compañero le pegó una ráfaga de M16 y lo balaceó. Pero, el niño no se cayó, quedó sentadito. ¿Y quién dice que al caerle a uno un balazo de una M16 no das vuelta y caes con las patas para arriba? Al niño lo atravesaron a balazos y aún así seguía sentadito. Eso podía ser cosa de Dios”, rememora Efraín.

Según los sitios de internet especializados en armas, la bala de una M-16 se deforma cuando impacta contra su objetivo y pega con una fuerza de 52 mil libras de presión por pulgada cuadrada. Al deformarse no atraviesa, sus fragmentos rebotan por todo el cuerpo y destrozan el interior de la persona.

“Yo vi un montón de gente muerta, niños y este niño que cuento... no creo que el compañero lo haya hecho por... simplemente porque lo engañaron. Pero, si esas órdenes se le dieran a una persona adulta y no a cipotes de 14 o 18 años, la cosa sería diferente. Yo, a la fecha, si me dieran órdenes así, quién sabe si se las cumpliera. Claro que me rebelara y jamás hiciera cosas de esas, porque ahora somos personas pensantes. Es fácil dominar a los cipotes cuando ellos no tienen una mentalidad desarrollada. Cuando uno estaba en combate uno pensaba: Bueno, si me muero no dejo hijos, no dejo a nadie, estoy solo y cuando nos pagaban el sueldito que en ese tiempo eran 240 colones nos lo íbamos a gastar todo, decíamos: comámoslo, disfrutémoslo porque hoy estamos y mañana quién sabe, porque vamos para el monte. Esa era la vida del soldadito aquel. No pensaba en que iba a haber un futuro, que va a tener un hogar, que va a prepararse... uno no piensa en eso. A uno lo preparan para pensar que la vida no vale nada”.

Este sentimiento de indiferencia hacía posible que los soldados -en su mayoría jóvenes, solteros y sin familia-, tras el combate, siguieran sus vidas como si nada pasara, como si todo fuera un sueño, cuenta Efraín.

“Después de participar en una de esas masacres, qué diferente se ve el mundo. ¿Qué significa la vida o qué significa la muerte, si después de estar platicando con su amigo, con el que acaban de beberse un agua azucarada, porque a lo mejor no han comido por estar en campaña, este en ese ratito cae a la par de usted con un balazo en la cabeza? Para uno la vida en ese momento, después de lo que le han metido en la cabeza, no vale nada. Qué fácil es engañar a un joven. Lo mismo le da tanto que lo maten o matar en un combate. Usted ve caer a su compañero y no se extraña, en lugar de eso se pone a salvo. Y si uno mata, ahí no ha pasado nada, sigue su camino”.

“En la guerra, el día que no hay combate, uno no sirve. Te sentís rendido, te da sueño, te da hambre. Es desesperante. Cuando salía de licencia e iba en el bus para la casa de mis familiares, yo veía a la gente y pensaba: así como los puedo ver vivos, los podía ver muertos por allá. No había futuro cierto”.

A los miembros de Batallón Atlacatl, según las crónicas de la época, Domingo Monterrosa, la máxima autoridad de dicha unidad militar, los llamaba “Angelitos de la Muerte”. Cuando a Efraín se le pregunta sobre este sobrenombre que el militar usaba con sus soldados, él dice no recordar nada sobre ello. Sin embargo, sí recuerda a Monterrosa. Lo admira, lo desprecia y lo respeta.

“Hay asesinos y requeteasesinos, como el señor Monterrosa, no digo que no. Porque dicen, el que es hombre y cosa seria, de veras hay que felicitarlo por lo que es. Malo o bueno, hay que felicitarlo por lo que es. Y no nace uno tan rápido así como él. Tenemos a Fidel Castro. Yo felicito a Fidel Castro por la forma de hombre que ha sido. Pa’ que nazca otro como él ´tá difícil o a saber dónde está. Monterrosa era cosa seria. Para nosotros era él único, quizás en el país, que trabajaba tan de la mano… Para nosotros, Monterrosa, en especial para mí, fue un hombre que pensó ganar la guerra con las armas. ¡Así! Él pensó que la guerra se podía ganar combatiendo de tú a tú con las armas y por eso él se entregó a la lucha, y fue un hombre que comió frijoles, luchó y lloró junto con los lisiados… Con los soldados. Él pasaba los ríos allí… En las fotos lo puede ver que él andaba igual como andábamos nosotros… Una parte era estrategia de él para que no lo identificaran que era el comandante, pero la forma en que se dirigía a nosotros era una forma… Bueno, mis respetos. Muy excelente el viejo. Este señor era cosa seria. Él se dirigía como un camarada. Así, si tenía una tortilla, pues la comía entre tres. Y a él nunca le gustaba que le pegaran a un soldado, que lo garrotiaran ni le pegaran. Decía que no era eso. Incluso, decía que para castigarlo a uno era mejor ponerle flexiones o algo así, porque te hacía más duros los músculos y te daba más resistencia; pero no a garrotazos, porque no se trataba así. En ese aspecto fue muy bueno con los soldados, y por eso lo querían mucho. El señor este fue muy querido en El Batallón”.

Las contradicciones no paran ahí. A Efraín no le enorgullece haber participado en la guerra. Dice que nunca le ha contado nada de lo que hizo en combate a sus hijos ni a su esposa. Ellos apenas y saben que quedó lisiado a los 24 años, mientras realizaba un operativo en Morazán. Tampoco saben que él trabajó bajo las órdenes del coronel Francisco Elena Fuentes, realizando investigaciones de espionaje en la unidad denominada S2. Es que fue una guerra chuca, dice. Pero, pese a eso, por otro lado, no se arrepiente del carácter, la resistencia, de decirle que no debe temerle a nada y que es capaz de vencer a cualquiera que le formaron la guerra y los asesores de Estados Unidos, que vinieron a entrenar al Batallón a El Salvador.

La confianza era la base del Batallón Atlacatl. No cualquiera podía entrar. El reclutamiento se hacía mediante recomendaciones de soldados que estuvieran ya activos. A cada soldado se le hacía una entrevista de admisión para sondear el tipo de conocimientos y destrezas que este poseía. Uno de los requisitos era tener experiencia en el uso de armas. Su ingreso suponía el sometimiento a exámenes sicológicos y de resistencia física. Para el adiestramiento sicológico los obligaban a ver películas sobre guerras ocurridas alrededor del mundo, además de lavarles el cerebro con ideas anticomunistas. Estas clases eran de tres horas diarias todas las tardes desde que entraba al Batallón. Cuando esto terminaba, continuaban con el siguiente paso: la formación de carácter.

“Este cursillo tiene una semana de estrategia militar, pasar la concertina, arrastre, cómo atacar. Luego tiene una semana de combate cuerpo a cuerpo con cuchillo, con corvo, con la mano, con todo, por si uno se queda sin fusil. A continuación, sigue una semana en la que no te dejan dormir y para que durmás te suben arriba de los palos y ahí tenés que dormir si así lo querés, para que uno agarre coraje. En otras ocasiones, te tocaba dormir en el piso de ladrillo, pero a cada dos horas venía alguien a tirarte agua helada o te arrastran en el lodo. Después viene otra semana que se llama de supervivencia, en la que te dejan sin comer por siete días, te pasan por el túnel del amor, que son charcos de agua con lodo, luego te encierran en un chiquero que tiene alambre de púas alrededor. Cuando tenés esa gran hambre y que estás a punto de morirte, te matan zopes, chuchos -que es más decente que el zope- y te hacen una sopa de esos animales y te obligan a comer. Luego hacen un fresco de la sangre del zope y del chucho, le echan cebolla, sal y chile para que te lo tomés. Después de eso te dan un zope crudo para que te lo comás y todos deben dar una mordida al animal. Cuando yo hice el cursillo, llevaron un muerto que encontraron ahí en El Playón -area cubierta de lava petrificada al norponiente del volcán de San Salvador-, era un chamaco que habían degollado y nos lo llevaron para que lo comieramos. Todo esto era para formarte carácter. Después de que te dan todo esto, te tiran lacrimogenos adentro del chiquero, donde estás sin zapatos y solo en calzoncillos. Luego te dicen que a cómo dé lugar tenés que romper el cerco, vos y tus otros tres compañeros, y que desde ahí tenés que irte hasta Lourdes Colón corriendo, pasando por Teocoyo, allá por Jayaque, para salir al lado de Las Granadillas y volver a El Playón. Y en esas carreras que llevas, hay tres puntos donde te tenés que reportar y cuando llegás a El Playón tenés que llegar vestido. La cosa es que a la primer persona que te encontrés tenés que quitarle la ropa y los zapatos, amenazándolo con garrotes. Nosotros tuvimos suerte porque hallamos ropa tendida en medio de una tomatera, que algunos campesinos habían dejado mientras se iban a trabajar al monte. Con esto terminaba el cursillo. Esto te da carácter, porque en combate, rodeabamos a los chuchos, los pelábamos y comíamos de eso”.

El batallón Atlacatl estaba conformado de la siguiente manera: una sección, que es igual a 30 hombres. De estas se dividen dos patrullas, 15 hombres por patrulla. Un subsargento, dos cabos -uno para cada patrulla- y un cadete, que manda a los 30 hombres. Había cuatro secciones, que conformaban una compañía. Esta compañía tenía un teniente de dos barras, un subteniente y un sargentón. Esta compañía se unía a tres compañías más, estás llevaban, además de los otros ya mencionados oficiales, a un capitán. Se formaron tres agrupaciones de nueve compañias más el grupo de mando, que estaba dirigido por tres mayores, un teniente coronel. Según Efraín, hasta antes de que se firmaran los Acuerdos de Paz, los efectivos destacados en el Batallón Atalcatl sobrepasaban los mil hombres.

Efraín se movió de un destacamento a otro impulsado por el dinero que podría ganar. Un soldado ganaba 240 colones en el batallón. En Santa Ana, en la Segunda Brigada ganaba 85 colones. Antonio Guerrero Peraza, un amigo de él, lo instó a unirse al Batallón. Luego llegó a ganar 400 colones y al final de su carrera militar, cuando quedó lisiado, salió ganando 900 colones. Ahora como pensionado, apenas logra cubrir sus gastos con una pensión de 120 dólares. Para subsistir, hoy día se dedica a vender verduras en el centro de San Salvador y a luchar por los derechos de mejores pensiones y prestaciones de salud para los lisiados de guerra sean estos del ejército, la guerrilla o la sociedad civil. Su esposa administra una tienda en la zona donde viven. Con eso mantienen a sus cuatro hijos, el primero de ellos nacido en 1991.

Hoy, alejado de aquella buyicia de los combates, Efraín Fuentes, hace sus reflexiones sobre lo que para él significó ir a combatir: “La guerra fue creada para aniquilar a los líderes que empezaban a levantar cabezas. La guerra fue inventada por el gobierno... aquí Estados Unidos y el gobierno montaron la guerra y quienes la financiaron y se pusieron a reír de de todo fueron los ricos. Porque en la guerra donde yo anduve nunca anduvo un millonaro, solo gente que éramos campesinos. Y cuando nos matábamos era probre contra pobre, mientras que los ricos tenían a sus hijos en la universidad, preparándose. La guerra, aparentemente, podía hacer un cambio, pero este nunca se dió ni con los Acuerdos de Paz. Qué chiste tiene ir a una guerra si todo sigue igual o hasta peor que antes”.

"Uno de cipote creía que las cosas quizá así estaban bien y así se combatía. Hoy, que ya tengo mis cuantos años y que pasé mi experiencia, noto que el cipote pasó dormido en la guerra. ¿Sobre El Mozote? Me gustaría visitarlo, para ver cómo han progresado, porque lo destruyeron”.

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Otros materiales relacionados con esta crónica:

Bitácora de la muerte

Lo que se mueva, se muere

La vida y la muerte cantada en la opera El Mozote

El nuevo Mozote

martes, 26 de mayo de 2009

El metro más caliente de San Salvador



Estoy en el cine y alguien tiene sexo a mis espaldas. Un par de hombres se enfilan, uno tras de otro, hacia el baño. Tres minutos más tarde, uno de ellos aparece tras las cortinas que separan el baño de la sala y se seca las manos en ella. Estoy intentando corroborar las historias que cuentan algunos amigos sobre lo que ocurre en estos cines cuando pasan funciones triple X. Pasan los minutos y me pongo paranoico: siento -y temo- que aumenta el peligro de que un hombre busque sexo conmigo. De repente, mi mirada encuentra a un viejo que se sienta a solo dos butacas de donde estoy yo. Lo veo. Me ve...

Por Diego Murcia

En el lobby del viejo cine Metro, en el centro de San Salvador, pegado en una de las paredes está el cartel que anuncia la función de este jueves. Es un doblazo de hora y media de duración, que se repite por cerca de ocho horas consecutivas: “Anales de la perdición” y “Pochotitas calientes”. El aviso está escrito a mano sobre cartulina verde con marcador negro.

La taquilla está al final de una treintena de gradas. Subo y, mientras lo hago, van apareciendo otros carteles de las películas de moda, entre las que destaca “Batman, el Caballero de la Noche”. Parece un cine cualquiera, con venta de golosinas y empleados uniformados que limpian las salas y atienden a los clientes.

Claro, esto es solo en apariencia. Afuera hace calor, a lo mejor unos 37 grados, las camisas se pegan al cuerpo por el sudor y, además, están los ruidos de los carros, buses y microbuses que se van apoderando de las calles a medida se acerca el mediodía. Y qué decir de los puestos callejeros y cada uno de sus vendedores que gritan ofreciendo sus productos. En estas circunstancias, entrar al cine es como entrar a un oasis.

Cuando termino de subir las gradas, aparece ante mí la figura de un hombre tras el mostrador de las golosinas. Tiene el pelo cano, la piel trigueña y muchas arrugas sobre el cuerpo. Le calculo unos 70 años. Al verme, se desplaza hacia la caja de cobros. De pronto, del costado derecho de la taquilla, aparece, bajando unas gradas, otro empleado del lugar. Este es al menos 20 años menor que el viejo del mostrador. Viene con una pala y una escoba en las manos. Comentan sobre el lugar donde pedirán que les preparen el almuerzo. El viejo sigue hablando con él, sin mirarme y sin preguntar nada sobre la película que he llegado a ver, solo extiende la mano para pedirme el dólar con 85 centavos que cuesta la función. Mientras pago, un hombre moreno, de unos 40 años, vestido con camiseta de tirantes y jeans gastados, se acerca a la taquilla y pregunta al cajero:

-¿Cómo está la película?

El cajero vuelve la mirada hacia una cortina a la izquierda, en dirección a donde espero mi cambio y el boleto de admisión. La cortina es como una cobija muy grande doblada por la mitad.

-Bonita. Esta película sí está buena -contesta el cajero tras unos segundos de pausa. Asumo que ahí, tras esa cobija, está ubicada la sala del doblazo que anuncian en el lobby.

En la década de los noventa, el doblazo era la modalidad más común en la cartelera de cines de los periódicos. Solían anunciarse junto a películas como Platoon, Rambo o El Día de los Verduleros I. Luego, con la llegada de las compañías internacionales, este programa desapareció para dar paso al sonido envolvente, a las butacas reclinables, a la sustitución de la picardía mexicana por la nueva ola de éxitos taquilleros de Hollywood, llenos de efectos especiales, y a una que otra producción independiente.

El viejo me da el tiquete donde se lee: “Viernes 19, 12:05 p.m., Adultos Clasificación ٰCٰ, Anales de la perdición”. Con boleto en mano, estoy listo parar entrar. Usualmente no soy quisquilloso, pero esa cobija me da asco. No quiero tocarla. Las historias de personas que vienen a tener sexo en estos cines -de los que hablamos la noche anterior con mis amigos- ayudan a que mi imaginación le ponga colores y texturas a las manos que tocan la tela para apartarla al entrar o salir de la sala. Mi mente vuela y no alcanza a enumerar las manos llenas de sexo que han tocado esta cortina tan curtida. Al final, hago una contorsión para entrar de soslayo por un hueco entre la cortina y el marco de la puerta.

Se hace la oscuridad. Por un momento me desoriento. Entre la confusión, logro distinguir la pantalla del cine que muestra a dos mujeres que se besan y se acarician mientras dos hombres desnudos las observan sentados en un sillón de cuero café. Mis pupilas aún no logran acostumbrarse a la falta de luz de la sala.

Me siento entusiasmado. Siempre he tenido ganas de ver cómo son estos cines por dentro. Tanta historia, tantas anécdotas encerradas en este edificio. En este cine Metro que desafía al tiempo con sus doblazos. No siempre el doblazo fue el que mandó en estas taquillas. En un principio, algunos de estos cines del centro proyectaban filmes para la familia durante el día y para mayores de 21 años en las noches. Con los años y con la aparición de nuevas y mejores salas de proyección en centros comerciales y con la proliferación del Betamax -primero- y luego del VHS y del DVD, estos cines se limitaron a ofrecer filmes con la clasificación triple X.

Busco sentarme en un lugar cerca de la entrada por si, acudiendo a mi pensamiento paranoico, hay necesidad de huir. Es que recién la semana pasada estuve hablando con unos amigos sobre los cines salvadoreños y cómo estos se han convertido en nido de delincuentes y en lugar de encuentro para homosexuales que buscan parejas furtivas o favores sexuales.

Con eso en mente, estoy alerta y un tanto incómodo junto a la butaca que he escogido. Pero no quiero desentonar y trato de relajarme, moviendo mi cuerpo de forma muy lenta. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad noto que la gente -todos hombres- se recuesta contra las sillas, dejando que sus cabezas reposen sobre la parte superior del respaldo de la butaca. El asiento está cubierto de cuero. No sé por qué me da la impresión de que también están hechos de cuero café, solo que más gastado que el que aparece en la pantalla. La madera donde reposan mis brazos tiene la textura típica de los muebles viejos que han perdido el pulimento por el paso del tiempo y por la erosión que provoca el contacto con la piel humana.

Desde que entré hasta que me siento pasaron tres minutos. Me demoré tanto porque estuve pensando en mi estrategia de reporteo: si buscar hablar con la gente, si quedarme callado y solo observar... No contaba con que los nervios tenían su propia opinión: a ver, ¿qué haré si una de estas personas me aborda en busca de sexo? ¿Le sigo el juego por propósitos reporteriles o me voy y termino mi visita al cine? No lo sé, creo que la mejor estrategia a es no seguir ninguna estrategia. Me arrellano en la butaca de manera similar a la de mis pares y prestaré atención a la película.

La historia de la pantalla es la típica y trillada: Brenda le quita el sostén a Tiffany y Matt se masturba. Jason filma con una cámara portátil cómo las dos mujeres se comen a besos. Matt introduce uno de sus pies en la vagina de Brenda y Tiffany se acerca a Jason y lo invita a unirse a la fiesta haciéndole sexo oral. Tras 15 minutos de lo mismo, no es difícil encontrar otras formas en qué ocupar la mente. Entonces comienzo a elucubrar sobre los nombres que popularmente se da a algunas posiciones: Patita de Ángel, Avioneta Venenera, Tenguereche en Bicicleta y la famosa Hércules en Yinas Balco.

Me pregunto quiénes seran las personas que vienen a estos lugares. El credo popular apunta que son depravados sexuales, homosexuales, prostitutas, ladrones, viciosos... pero yo, hasta ahora, no he visto nada que se le parezca. Lo que sí me sorprende es la cantidad de gente que a esta hora del día, las 12:30, están reunidas en una sala de cine. Son -o somos- casi 40. Supongo que, como en mi caso, habrá algunos curiosos. El resto, no lo sé, pero por cómo se mueven de un lado a otro, deduzco que varios de estos hombres están muy familiarizados con el lugar.

Sin darme cuenta, perdí el interés por la proyección y me relajé un poco. Después de varios minutos, todo lo que pasa en el filme se vuelve monótono, aburrido. ¿Qué piensan las personas que están en esta misma sala? ¿Vienen por excitarse y buscar sexo o simplemente están pasando el rato mientras vuelven al trabajo? Y pensar que hasta hace una hora yo estaba en el centro de San Salvador comprando libros usados. Fui a esos lugares que quedan a dos cuadras de la Catedral. Cuando regresaba al estacionamiento donde había dejado mi carro, a un lado de la calle y adornado por varios puestos de películas piratas, descubrí el rótulo del cine Metro. El Metro es uno de los tantos cines de infancia donde alguna vez vine con mi padre a ver una función infantil. En aquel entonces, en 1994, los cines Fausto, Modelo, Barrios, Maya, Avenida, París, Darío, Izalco, Tecana, México, Metro y Universal vivían sus mejores años de exhibición. De estos sobreviven los últimos dos, el resto fueron cerrados o han sido rentados a iglesias evangélicas y ya no exhiben más películas. La curiosidad me ganó y entré a corroborar la leyenda del sexo entre butacas. El almuerzo puede esperar, pensé.

En esa cavilación estoy cuando mis sentidos me vuelven a la sala. Me sobresalto cuando siento que la fila de sillas vibra. Es una vibración leve, tanto que pienso que me lo estoy imaginando. Pero no, las sillas se siguen moviendo, con un temblor que proviene del extremo contrario a donde me he sentado. Vuelvo la vista con disimulo, pero no alcanzo a distinguir más que siluetas. Creo que alguien se está masturbando gracias al cobijo de las penumbras.

Intento volver a concentrarme en la película, pero las historias de fastidio sexual en este tipo de cines me gana. En lugar de eso, como previniendo cualquier acoso, hago un rápido reconocimiento por el lugar. Entonces caigo en la cuenta de que ahí en la sala en realidad hay una muy activa y exagerada circulación de personas y rápido hago un inventario mental de sus movimientos. Noto que algunos se levantan de sus asientos de forma constante, pero aparentemente casual. Otros encienden cigarrillos en medio de la oscuridad y se paran en una esquina. Otros, simplemente, se cansan de sus asientos y se mueven de lugar. Unos más aprovechaban para ir al baño. La rotación humana sigue por los siguientes 20 minutos.

A la sala siguen entrando más personas. Llegan dos hombres vestidos como jornaleros, uno detrás del otro. Minutos más tarde, sale un hombre con aspecto de vendedor de seguros que debe atender una llamada a su teléfono móvil. Después entra una pareja -finalmente una mujer- y se colocan contra la pared, desorientados por la falta de luz. Él -se me ocurre pensar- viste como pandillero: con gorra, camiseta deportiva desmangada, como de jugador de básquetbol, pantaloncillos cortos y zapatos deportivos. Ella viste un top que solo le cubre los senos, una falda corta que apenas cubre sus nalgas y calza zapatos de tacón. “Es una prostituta”, pienso. Tras unos segundos de espera, él le dice algo al oído y se sientan en las butacas que están a mis espaldas.

La primera función acaba de terminar, pero la pantalla no mostró los típicos créditos de la producción. Hace calor. Con el agravante de que, al parecer, tampoco hay extractor de aire que ayude a disipar los tufos, como en las grandes salas. Aprovecho para revisar mi celular y mandar algunos mensajes. Es la 1 de la tarde en punto. Mi estómago empieza a pedir comida. Hay humo en el ambiente y apesta a sudor. Además, el ruido de la calle y de la otra sala que tiene el cine llega hasta acá. Entre tanto, una nueva historia erótica -o pornográfica, mejor dicho- asoma en la pantalla. La filmación proviene de un proyector, que reproduce una película en formato DVD y no en 35 milímetros, como se habitúa en el cine. Dos mujeres dicen sus nombres, mientras muestran sus traseros. Hablan en inglés y confiesan -oh, sorpresa- que les gusta el sexo. Parecen ángeles, las dos rubias y blancas, una de ojos azules y con pecas en la cara y la otra de ojos verdes y dientes muy blancos.

En este momento reparo en que varias personas han empezado a rondar la sala. Todas calladas y fumando. Parecen desesperadas y van como luciérnagas en la oscuridad. Otros hombres se están levantando de sus asientos para ir al baño. Primero, baja uno, luego otro. Pasados tres minutos, el primero, un joven moreno de unos 25 años y con camisa a cuadros, aparece tras la cortina que separa a la sala de los baños. Trae las manos mojadas. Lo sé porque aprovecha esa otra cobija para secárselas. Apenas unos segundos después aparece el otro hombre, un señor corpulento y con andar cansino, que trae la camisa a medio poner y con el pantalón como mal abotonado. Mi mente suspicaz dice que acaban de tener sexo, porque hasta hace poco parecían no conocerse y ahora se han sentado en la misma fila de asientos, aunque con algunas sillas de por medio. “Para disimular”, pienso, satisfecho de mi capacidad deductiva.

Puedo darme cuenta de todo lo que pasa porque la entrada que lleva a los baños queda al final de las butacas, cerca de la pantalla. Desde donde estoy sentado constato que en los sanitarios hay unos barriles de metal, de donde se toma agua para echar en los inodoros y que un foco alumbra débilmente la zona. Todo este ir y venir solo hace que a mi cabeza vuelvan las historias de Roberto, un amigo aficionado a estos cines que me contó cómo algunos hombres vienen a cazar favores sexuales a estos sitios.

Intento concentrarme en la película cuando reparo en unos ruidos solapados y gemidos contenidos. Y no provienen de la película. Alguien está teniendo sexo en plena sala, a mis espaldas. Me muero por volver la mirada y confirmar que se trata de la pareja que entró hace rato. Pero supongo que tanto descaro no puede ser cierto. ¿O sí? Quizá a eso se deba el alboroto y a que tanta gente esté de pie.

Por fin me decido a mirar pero mis ojos chocan con la figura de un hombre de unos 70 años que se sienta a dos asientos del mío, en la misma fila. Me ve. Luego vuelve a clavar sus ojos en la pantalla, donde dos jovencitas de florecientes 21 años tienen sexo como si las hubiera poseído el demonio: gimen, gritan, maldicen y hasta escupen mientras un hombre les hace el amor. Adelante, las butacas rechinan, respondiendo a ciertos movimientos acompasados. Al fondo, a la izquierda, alguien tose. El calor se ha convertido ya en un vaporón.

A simple vista, no está pasando nada fuera de lo normal. Pero el ambiente se ha puesto turbio. Me empiezo a sentir incómodo. El ir y venir de hombres en la sala ha cesado por el momento, pero se siguen oyendo los gemidos de la pareja. También se oye el rechinar de otros asientos a mi derecha. Ya me dio angustia, no soporto más y decido que debo retirarme.

Me levanto y camino despacio en dirección hacia donde está el viejo que se ha sentado en mi fila. Con voz suave le pido permiso para salir. Él se limita a encoger las piernas. Sus ojos están firmes en la pantalla, donde las “actrices” y el “actor” están enmarañados en un “ménage à trois”. Paso casi encima de él, no sin dejar de temer que, en el calor de la situación, me toque las nalgas antes de darme paso.

Salgo de prisa y paranoide. Afuera, una pareja habla con el cajero sobre un culto que tendrán en su congregación esta noche. Todavía acostumbrándome a la luz de la calle, bajo las 30 gradas y veo mi reloj. Es la 1:15 de la tarde. Me detengo unos segundos para voltear la cabeza y ver por última vez el cine del que acabo de salir. De pronto, un tipo de poco pelo, dientes cariados y con camisa amarilla me sale al paso. En una de sus manos sujeta una bolsa en cuyo interior hay un metal. Pienso lo peor. Me mira. Lo miro. No sé cómo reaccionar y me quedo parado esperando a ver qué pasa. Entonces me sorprende con lo que me dice:

-Estuvo fea la película, ¿verdad?

-Sí - le respondo.

Me toca el hombro y se va por su lado. Yo lo veo alejarse y, aunque aliviado, apresuro el paso... solo por si las dudas.

lunes, 25 de mayo de 2009

Las piernas del cartero

Por Daura Andreu

Para Cille.
Para que siempre hayan historias y desayunos.


La maté porque era mía. No quería que ningún hombre la viera. La maté yo, no culpen a nadie más. Discutimos un día de estos y más tarde, por la noche, soñé que me engañaba con el cartero. Al principio, no le di importancia a estas visiones, pero, luego, pasados los días, la vi parada junto a la puerta, recogiendose el pelo con una cola y mirándole las piernas al tipejo ese. No soporté su coquetería. A mí nunca daba esas miradas.


Y yo sentía que la rutina nos iba alejando cada vez más. Hablabamos poco, nos mirabamos a los ojos de vez en cuando y ya no salíamos a dar nuestros paseos vespertinos por la ciudad. Es más, en ocasiones ella se metía en su habitación y no salía de ahí en semanas ni para comer o, si lo hacía, procuraba no encontrarse conmigo en los pasillos. Hace años que nor dormimos en la misma cama. Luego, dejamos de compartir la pasta de dientes, después nos sentabamos a la mesa a comer viendo la televisión, luego, ella se llevó el aparato para su cuarto y me dejó a mí observando su silla vacía y los platos sucios en el lavabo.


Pensé que en algún momento saldríamos de ese hoyo y todo volvería a ser como cuando nos enamoramos. Pensé. Y de tanto pensar, volvían a mi las imágenes del cartero que se paraba en el umbral de la puerta para hablar con ella y entregarle nuestra correspondencia, como si nadie más viviera en esta casa. No sé que tanto le veía en las piernas. Ella sonreía y las mejillas se le ponían rojas. Sé que era un sueño. Sé que solo habían cruzado palabras una vez en la vida. Pero, ¿y si no era así? ¿Y si ella se había encerrado en su cuarto, con él, aprovechando nuestras distancias? A veces la oía masturbandose por las noches como si tuviera 15 años de nuevo. Pero, ¿quién me da certeza de que no estaba pensando en él en lugar de pensar en mí? O, peor aún, ¿quién me asegura que no eran ellos dos los que estaban revolcandose como cerdos en aquellas sábanas blancas que compró mi madre cuando yo tenía cinco años? Nunca pude averiguarlo, porque cada vez que me acercaba a su cuarto a espiarla, ella se callaba.


¿Qué le veía en las piernas? No entiendo.


Así fueron pasando los días hasta que decidí confrontarla. Hice guardia por dos semanas frente a su puerta. Por fin, el lunes salío de su habitación con un vestido rojo transparente y una toalla amarrada en la cabeza. Aún recorrían sobre su cuerpo algunas gotas de agua de la ducha que se acababa de dar. Se tropezó conmigo, que estaba en el suelo, descansando contra la pared. Me paré y la tomé del brazo. Le grité, le dije que lo había descubierto todo y que sacara al inmundo cartero de su habitación en ese preciso momento. Ella empezó golpearme para que la soltara y me gritaba cosas que no recuerdo. Yo la tiré hacia dentro de la habitación y empecé a revisar los rincones donde se oculta a los amantes. Sabía dónde buscar porque conocía de infedilidades.


Pero no encontré a nadie. Ni siquiera una camisa, un pantalón, una carta... nada.


Ella me gritó, me golpeó la cara con su mano abierta y me escupió en el pecho. Me dijo que estaba harta de mí. Que la dejara en paz. Yo la veía con rabia contenida, con las lágrimas en las mejillas y los dientes quebrándoseme por la impotencia de darle una respuesta. Estaba tan hermosa, los sensenta y cinco años que llevaba encima no parecían ser suyos. Estaba rejuvenecida.


El vestido rojo que llevaba puesto se le había caído un poco de los hombros, dejando ver su piel recién mojada. Sentí mariposas en el estómago y unas ganas urgentes de vomitar ante la idea de que otras manos y otras piernas la poseyeran. Me di la vuelta y salí de su habitación para encerrarme en la mía. Ella quedó ahí, tirada en el piso, desprotegida, con la boca llena de saliva, llorando a mares y balbuceando mi nombre hasta que no pudo pronunciarlo más. Yo me tiré en la cama, de cara al techo y me quedé ahí, escuchando el eco del portazo, saboreando la sangre de su bofetada y pensando en su cuerpo mojado.


Pasaron las horas. La casa quedó a oscuras y llena de silencio. Salí de mi cuarto y pasé por el suyo. Entreabrí su puerta en silencio y la vi llena de sombras. Estaba recostada sobre la cama, abrazando una almohada. Parecía un feto. Se veía tan hermosa. Ella era mía y de nadie más. Fue entonces cuando tomé la decisión.


Fui a la cocina y busqué un cuerda, un machete, un tenedor, un mazo, un cuchillo, veneno para ratas... todo aquello con lo que pudiera quitarle la vida, para que nadie más se la llevara de la mía. Y lo puse todo sobre la mesa y me decidí por el cuchillo. Era pequeño, con dientes de sierra. Manejable. Infalible. Lo tomé con mi mano derecha, lo escondí tras mi espalda y me dirigí hacia su habitación.


Seguía dormida. Me acerqué hasta ella, le di un beso en el hombro desnudo. Ella hizo un pequeño ruido, pero no se despertó. Le dije “te amo” y tomé la otra almohada que estaba junto a ella y se la puse en la cara y le clavé el cuchillo en la espalda, a la altura de los pulmones. Una mancha roja apareció entre el vestido y su piel, acompañada de un grito sofocado. Luego, delicé el cuchillo en diagonal varias veces mientras ella intentaba librarse de mi. Las sábanas blancas se pintaron de rojo. Ella quiso empujarme a un lado, pero, al girarse, lo único que logró fue clavarse aún más el cuchillo. Yo me repuse y me avalancé sobre ella y apreté de nuevo la alhomada contra su cara. Podía escuchar perfecto como gritaba mi nombre y me maldecía. Pero el grito nunca saldría de ahí.


De pronto, entre temblores y arcadas, dejó de moverse.


La batalla me dejó sin fuerzas y me quedé junto a ella. Tenía mis ropas llenas de sangre. Por un momento pensé que era mía, pero no sentía nada extraño en el cuerpo. Cuando me recuperé y pude tomar un segundo aire, hablo de segundos, quité la almohada de su cara, saqué el cuchillo de su espalda y acerqué mi oreja a su pecho. Su corazón aún latía. Yo sabía que esos latidos estaban dedicados a mí, pero no quise dejar duda ni espacio para que alguien más se colara en ellos.


Dedicí terminar el exorcismo de su alma con dos nuevas incisiones, una en su corazón y otra en el cuello, donde le rebané la yugular de extremo a extremo hasta que sus huesos blanquivioletas salieron de su cause. Fue un corte limpio y rápido.


La luna estaba brillante e iluminaba la habitación a travesando las viejas cortinas de algodón de la ventana que daba al jardín. Pude ver mis manos, los dedos y las uñas llenas de sangre. También tenía sangre en el pelo, la camisa, mis rodillas y la boca.


Sentí tanta paz, viendola ahí, boca arriba, sobre la cama, como si nada del mundo pudiera enturbiar su pureza. La misma pureza con la que se entregó a mí cuando nuestros padres murieron y tuvimos que conducir la vida de nuestro hermano menor, que luego saldría huyendo hacia Alemania diciendo disparates de que aquí era un perseguido político.


El reloj de la sala princial repicó diez veces. Yo salí de la habitación y me dirigí hacia la ducha. Llené la tina con agua tibia y la salpiqué con escencias florales. Me quité la ropa y me sumergí hasta la cabeza para quitarme la sangre del cuerpo y resposé en aquel charco rojo hasta que la adrenalina volvió a cero. Luego, me metí en la cama y dormí en paz hasta la mañana siguiente.


Lo primero que hice, después de ponerme aquel vestido floreado que mi hermana nunca me quiso prestar, fue desayunar. Saqué de la alcena una caja de avena y la puse en un plato hondo, la rocié de leche y me senté a la mesa a comer.


Los pájaros cantaban, el sol brillaba, yo estaba radiante y la casa se veía alegre. Luego reparé en todas las cosas que había dejado sobre la mesa. Recordé a mi hermana y empecé a reir y luego a llorar y después ambas cosas. Todo lo que tenía ahora no valía la pena sin ella. Me deprimí. Sé que lo que hice fue por su bien, pero no había reparado en cómo esto me afectaria a mi. Hoy es demasiado tarde.


Por eso he decidido escribir esta nota y declararme culpable de lo que las autoridades, mi familia, los vecinos... ustedes ya han descubierto.


Justo ahora, estoy en los últimos segundos de mi vida. He terminado mi desayuno y he agregado a él un puñado de veneno para ratas. Mi estómago ha empezado a revolverse apenas dándome tiempo para terminar estas líneas que dejo depositadas al pie de la cama, junto a nuestros cadáveres.


No crean que lo que ven tiene algún significado oculto. Solo somos dos personas abrazadas la una a la otra, dándonos una última muestra de cariño, como corresponde a dos ancianas que se aman. Insisto, cómo dice la canción: la maté porque la amaba, la maté porque era mía.



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Las piernas del cartero by Diego Murcia is licensed under a Creative Commons Attribution-NonCommercial-NoDerivs 3.0 Unported License.

La caricatura del cuarto poder *



En todas las culturas antiguas existen ciertas expresiones artísticas en las que se puede identificar una intención humorística. Dicha intención ha evolucionado hasta convertirse en el reflejo del sentir popular.

Por Ricardo Clement “Alecus” y Diego Murcia

A ciencia cierta, no podemos saber con exactitud dónde se hizo la primera caricatura, pero por los indicios que se han encontrado, podemos apreciar que en diferentes lugares de la historia se han dado destellos de humor gráfico que con el correr de los años llegaría a tomar un vuelo especial en el devenir de las artes y de la historia del periodismo.

Podemos verlo en la Grecia del siglo V antes de Cristo. Esopo, escritor de las famosas fábulas llenas de ingenio, humor e ironía, es dibujado, de manera caricaturesca, sentado y hablando con una zorra en un plato de cerámica.

Las piezas de teatro de Aristófanes están llenas de escenas cómicas y, al igual que Aristóteles, mencionan a un pintor llamado Poson, a quien califican como “pintor malévolo” e "infame".

También los egipcios hicieron uso del humor en algunas de sus representaciones gráficas, donde sitúan a animales en actitudes humanas.

Los antecedentes pasan por Roma, en cuyo territorio se han encontrado frescos, estatuillas y representaciones cerámicas con representaciones grotescas y cómicas. De hecho, Plinio el Viejo señala a un tal Ludio como un artista que dibujaba unas tablillas llamadas “Comica Tabella”, en las que se dibujaba escenas cómicas que eran colocadas en las puertas de los teatros como reclamos del público a las obras allí presentadas.

En América, de la cultura maya y olmeca, se han encontrado esculturas que datan del año 1200 a. C., y que han sido hechas de arcilla y piedra. Estas “caritas”, las más antiguas representaciones de la risa encontradas en Mesoamérica, fueron descubiertas en tumbas, junto a juguetes y otros objetos, según historiadores.

Estas maleables características se han mantenido hasta el día en que la caricatura se convirtió en la más mordaz opinión, pocos años antes de que en Francia, literalmente, rodaron las cabezas.

La palabra se ríe

Durante los siglos XVII y XVIII, la caricatura desarrolla sus primeros pininos en lo que se refiere a la sátira social y política. Apenas un siglo antes, el reformista Martín Lutero había descubierto el potencial de la imagen y su poder político, al ilustrar la ortodoxia de la Iglesia católica y satirizarla para beneficio de su protesta ante el clero.

Generaciones más tarde, los ingleses William Hogart (1697) y James Gillray (1756) seguirían su ejemplo y retratarían con toda crudeza las incoherencias de una sociedad deshumanizada. Estos primeros trabajos, denominados “Harlots Progress”, son vendidos en folletos y hojas volantes.

Con la llegada de la revolución Francesa (siglo VXIII), nuevas libertades tomarían nombre así como la información plantaría las primeras bases de su industria. Nació una nueva modalidad de literatura, el periódico, y con él, la caricatura tuvo por fin un territorio.

Durante el siglo XIX, las libertades de pensamiento y expresión propiciaron la proliferación de periódicos. Estos eran elaborados por grupos de intelectuales y artistas. Su máxima preocupación: enarbolar ideas de sociedades más justas, combatir la corrupción, defender los derechos humanos y laborales. Todo esto se gestaba en medio de sociedades totalitarias y despóticas.

Con tal panorama, no cualquiera era periodista, menos caricaturista. Aquí es donde la política y las caricaturas se juntan de una vez por todas y no habrá quien las calle.

El trazo ideológico

Las caricaturas, cuales Quijotes en justas, ejercían una especial atracción al ridiculizar al poderoso y reivindicar al ciudadano común. Además, resultaban más atractivas que ver párrafos llenos de letras.

En ese contexto, surgen revistas y periódicos que hacen uso del humor gráfico para influir en el debate ideológico de aquellas sociedades en plena transformación.

Pero también se imponen estilos caricaturescos como el desarrollado por Honore Daumiere (1808).

En 1833, Daumiere es condenado a seis meses de prisión por satirizar al rey Luis Felipe al compararlo con gargantúa. Fue uno de los precursores del concepto de “Prensa Libre”, al representar al dibujante honorable, ingenioso, dueño de una amplia cultura y un gran sentido de la responsabilidad. Continúa publicando a lo largo de su vida, hasta que muere solo y en la miseria.

Sin embargo, los caricaturistas siguen llenando los las páginas de los periódicos. Nuevas revistas nacen, los periódicos crecen y la demanda de estar informado también.

En Inglaterra se funda la revista “Punch” (1841), en la que se desempeñaron caricaturistas como Raven, Tenniel y Grave. Como contraparte, en Estados Unidos, nació “Harpers Weekly” (1857) y tuvo también a sus estrellas: Thomas Nast (1840) y Joseph Keppler (1838). De los dos, Nast se convierte en el favorito por el estilo de su trabajo, enfocado en los inmigrantes. Su caricatura es tan influyente que, incluso, logró mandar a la cárcel, con sus dibujos, a un político corrupto de nombre William Tweed.

Una vez más quedaba demostrado que la caricatura es un vehículo que aporta a la sociedad su capacidad de reflexionar y generar debate a través de la sonrisa.

Sabor latino

Existen antecedentes de humor gráfico en países como México, Argentina, Perú, Colombia, que datan de los siglos XVIII y XIX, posiblemente referidas de Europa, en Sudamérica, y de Estados unidos, en México.

La caricatura política de México se desarrolla en medio de la reforma de Juárez, contra el clero en el siglo XIX, y después contra el dictador Porfirio Díaz.

Revistas como “El Aguizote” y “El Hijo del Aguizote” fueron algunas de las cunas de caricaturistas como Constantino Escalante y José Guadalupe Posada.

En El Salvador, una de las referencias que se pueden encontrar sobre la caricatura es “El Chichicaste”, una revista de humor político publicada en 1944, durante la caída del general Maximiliano Hernández Martínez, después de una huelga de “brazos caídos” organizada por estudiantes y trabajadores sindicalistas de aquel entonces.

Otras revistas de este mismo estilo fueron “Don Pascualillo” y “Don Diablo”.

Uno de los caricaturistas más destacados, sobre todo, por su proyección internacional, es el salvadoreño Toño Salazar, primo del escritor Salarrué. De él y de sus caricaturas actualmente se exhibe una muestra en el Museo de Arte de El Salvador.

En el ámbito americano, la lista de dotados se vuelve inmensa: Quino, Palomo, Mordillo, Riuz, Naranjo, por mencionar algunos pocos pero buenos.

Aunque nunca faltan aquellos caricaturistas que favorecen a políticos y gobernantes. Tentaciones comprensibles, sobre todo a sabiendas que los periódicos han dejado de ser aquellos simples folletos regalados en las calles de la Francia revolucionaria. Ahora son el cuarto poder.

Los periódicos han crecido durante estas últimas centurias, a lo largo y oblicuo de este planeta. Los caricaturistas y periodistas ahora son miles, trabajan como asalariados y los poderes económicos y políticos quieren cada vez influir más en ellos.

Con el proceso de consolidación de los periódicos contemporáneos hoy se establecen nuevas reglas de juego. La risa no es un juego, es cosa seria.

*Publicado en Revista Dominical, 04 de mayo de 2005. La Prensa Gráfica.